El museo como ritual

por José Álvarez

En 1976, la historiadora del arte Carol Duncan colaboró junto a dieciocho artistas y escritores en la redacción de un anticatálogo alternativo al producido por el Whitney Museum con motivo de cierta exposición conmemorativa del arte norteamericano. La publicación se convirtió en una mirada crítica sobre los museos de arte y las exposiciones en general. Años más tarde, en Rituales de civilización, la autora profundiza en el tema que dejó planteado, ofreciendo una nueva perspectiva: la de que los museos son estructuras rituales. Para Duncan, el museo no es un espacio neutro destinado a custodiar objetos, sino que lo considera como el escenario que invita a los visitantes a interpretar una determinada representación, tanto como si son conscientes de ello como si no lo son. La idea central que explora la autora es detallar el modo en que los museos de arte ofrecen valores y creencias sobre la identidad social, sexual y política, en forma de experiencia viva y directa. El estudio muestra el significado del museo en sí estructurado a través de este ritual.

Rituales de civilización se divide en cinco capítulos. El primero de ellos argumenta la idea del museo como ritual a través de la literatura antropológica, las nociones filosóficas sobre la experiencia estética y los escritos sobre arte histórico, museología y la naturaleza y objeto de los museos. Los siguientes cuatro capítulos analizan los escenarios rituales más comunes que ofrecen los museos. En el segundo capítulo se da cuenta de la transformación que sufrieron las galerías regias en Europa hasta llegar a convertirse en museos públicos, ejemplarizado mediante los casos del Louvre y de la National Gallery de Londres. El tercer capítulo estudia la creación de los principales museos de Estados Unidos a fines del siglo XIX y principios del XX, y cómo las formas rituales europeas se adaptaron a una situación nueva. El capítulo cuarto se centra en las colecciones privadas que se han transformado en museos independientes o en sección independiente de éstos. Por último, en el quinto capítulo, la autora se ocupa de los museos de arte moderno, y de cómo en éstos se ha construido un espacio ritual sexuado, que sigue la línea de las tradiciones patriarcales de los museos antiguos. Duncan señala un par de cosas que diferencian este libro de otros estudios:

La primera es que en él no se discute el concepto de lo que debe ser un museo. Los expertos los clasifican en dos tipos: el museo educativo y el museo estético. En el modelo educativo las obras de arte están encuadradas como objetos históricos o histórico – artísticos, mientras que en el estético sus cualidades únicas y transcendentes son las principales, y el espacio del museo debe ser un santuario que propicie su contemplación. De ordinario (aunque no siempre), el museo educativo se considera más democrático y popular, mientras que el estético se considera (incluso por sus defensores, aunque no siempre) más elitista. La segunda es que este libro no es en sí un estudio del arte con fines sociológicos. El modo en que los visitantes de un museo establecen la conexión subjetiva con lo que encuentran en él queda fuera de su ámbito (1).

I . El museo como ritual

En el presente capítulo, la autora sienta las bases del trabajo, esto es, la idea de que el museo es un escenario ritual. Este carácter ha sido reconocido por el público desde que éste comenzó a visitarlos, considerándose en muchas ocasiones su fin último.

Los museos han sido comparados siempre con antiguos monumentos ceremoniales, como palacios y templos. Hasta mediados del siglo XX se construyeron según esta estética. La autora se pregunta si ¿no será que aparte de pretender emular el equilibrio formal y la dignidad de aquellas estructuras, desean asociar el poder de las pasadas creencias con el culto presente al arte? (2). Es algo curioso, pues en nuestra cultura, heredera de la Ilustración, donde los secular y religioso son categorías opuestas, los términos ritual y museo son antitéticos, como señala la autora. No es sólo Duncan la que hace esta certera comparación: John Berger, en el libro Modos de ver, que siguió a la famosa serie televisiva de la BBC por él dirigida, refleja una curiosa encuesta en torno a la pregunta ¿cuál de los lugares enumerados a continuación le recuerda más un museo? De los lugares nombrados – iglesia, biblioteca, sala de conferencia, grandes almacenes – el museo fue puesto en comparación con una iglesia por la mayoría de los encuestados. En concreto, por un 66% de obreros manuales consultados, un 45% de empleados y obreros cualificados y más de la tercera parte de los profesionales y ejecutivos encuestados, un 30,5% (3). Lo cierto es que este tipo de edificios señalados al inicio del párrafo obedecen más a unos códigos precristianos, con altos pórticos, columnas cásicas, frontones, rotondas... Duncan no ve en ello algo indiscutiblemente grecorromano: esas mismas formas monumentales contenían en sí mismas los espacios destinados a los rituales públicos: corredores para procesiones, salas destinadas a grandes reuniones comunales y santuarios interiores reservados para albergar impresionantes iconos (4). El sentido que la autora da a ritual no es el de un comportamiento habitual o rutinario que carece de contexto subjetivo significativo. Para Duncan, el ritual posee un elemento de representación. Un lugar ritual está diseñado para esta representación, tanto si los participantes lo perciben así como si no, pues una representación ritual no tiene por qué ser convencional. También lo es el comportamiento individual, si está estructurado. Así ocurre en los museos, siendo los visitantes quienes interpretan el ritual. Hay una estructura narrativa global, espacios secuenciales, disposición determinada de los objetos, iluminación o características arquitectónicas. El texto señala el parecido con las catedrales medievales, en las que los peregrinos seguían una ruta prefijada y estructurada para efectuar el recorrido interior, con puntos determinados para el rezo o la contemplación de las imágenes. Para Duncan una experiencia ritual tiene siempre un objeto, un fin. Posee una capacidad transformadora: confiere o renueva la identidad, o bien purifica y restaura el orden en sí mismo o el del mundo a través del sacrificio, el suplicio o la iluminación. El efecto positivo que supuestamente producen los rituales de los museos, puede resultar muy similar al de los rituales tradicionales y religiosos.En opinión de sus defensores, los visitantes de un museo salen de él con una sensación de iluminación, o de que su espíritu se ha alimentado o equilibrado (5). Vemos aquí por tanto que la autora habla de una especie de katharsis, un comportamiento que entendemos sólo puede darse en función de una determinada formación cultural. Si bien esto es cierto y posible en segmentos concretos de la población, también lo es que en otras capas poblacionales, uno de los principales elementos de fruición en la contemplación de los museos es el hecho de descubrir objetos extraordinariamente valiosos. Actualmente, el carácter estético de una obra de arte es una propiedad más de la misma, que por supuesto no tiene por qué responder a ningún canon de belleza, incluso el objeto que nos mueve a interés no tiene por qué ser arte. Véanse si no las colas para acceder a los museos donde expone sus cadáveres plastinados Gunther von Hagens, o su competidor de la Universidad de Michigan, Roy Glover, cuya exposición en el Museu Marítim de Barcelona en marzo de 2008 se hubo de prorrogar , debido al gran éxito de visitantes.

En el siglo XIX, la museística se regía por la idea de que la principal responsabilidad de un museo público era mejorar a sus visitantes moralmente, culturalmente, considerando los objetos expuestos como vehículos de información histórica o arqueológica, como artefactos. Es en cierto modo un residuo de los gabinetes de curiosidades. Desde el siglo XX, el propósito es otro. Tras el triunfo del museo estético, la obra de arte existía con una sola finalidad: ser contemplada como un objeto bello. El museo estético se concibe y se construye en función de este propósito. Sobre ello escribe Duncan:

En ningún otro lugar se revela el triunfo del museo estético tan dramáticamente como en la historia del diseño de las galerías de arte (...)(que) ha buscado permanentemente y de modo creciente aislar los objetos para concentrar en ellos la mirada del adepto estético y para suprimir por irrelevantes otros significados que pudieran tener dichos objetos. El deseo de conseguir un encuentro aún más próximo con el arte ha ido haciendo de las galerías de arte un lugar más íntimo, ha aumentado la cantidad de pared desnuda que separa a las distintas obras, las ha colocado al nivel de los ojos y ha propiciado que sean iluminadas individualmente. La mayoría de museos actuales intentan no saturar sus salas, y en la medida de lo posible ofrecen información educativa en las antesalas o en lugares especiales separados debidamente de la obra de arte. Cuanto más "estéticas" son las instalaciones, cuantos menos objetos hay en ellas y mayor es el espacio vacío que separa las obras, más sacralizado resulta el museo (6).

II . De lo privado a lo público

Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, las colecciones reales se mostraban en galerías que se utilizaban como salón de actos para ceremonias oficiales, aprovechando su carácter suntuoso. La iconografía se cuidaba a mayor gloria del monarca. En 1793, el gobierno revolucionario de la naciente República Francesa, nacionalizó las obras de arte del rey. El Louvre fue presentado como propiedad del pueblo, estableciendo así un símbolo de la nueva relación del estado con el individuo, transformado de súbdito a ciudadano. Para ello hubo de presentar las colecciones de una nueva forma, alejada de lo que hasta entonces era el modelo común: el estilo connoiseur o caballeroso, consistente en mostrar las obras de forma temática, con objeto de apreciar las diferencias de las diversas escuelas, algo que se consideraba signo de educación aristocrática. A esta disposición se añadía un esquema decorativo lujoso, con mobiliario y ornamentos que subordinaban las obras a este escenario.

A finales del siglo XVIII, esta ordenación cambió por un nuevo estilo, que pretendía mostrar el progreso del arte, en una disposición histórico – artística, que replanteó el concepto de arte, pues proporcionó a las obras una nueva importancia cultural e histórica y un nuevo valor cognitivo (7). Es una fórmula en consonancia con el espíritu de la Ilustración, que transformaba los iconos del pasado: de tesoros a una nueva riqueza histórico – cultural. El modelo del Louvre ordenaba el conjunto en grandes civilizaciones, un esquema que sería adoptado por la mayoría de los nacientes museos. Egipto, Grecia y Roma servían de introducción al arte del Renacimiento, situado en el centro del edificio, una historia del arte que reflejaba el devenir de la cultura occidental.

En el caso de Gran Bretaña, los monarcas no se mostraron especialmente proclives a la creación de colecciones regias. Aunque las había, se consideraban – incluso en nuestros días – de índole privado, no para ser mostradas al público. No ocurría así con la aristocracia, que no tenía reparo en mostrar sus colecciones pictóricas, siempre expuestas en sus mansiones campestres, a las que se dirgían las personas de buen gusto y refinada educación. La oligarquía británica nunca fue partidaria de la creación de un gran museo nacional. En 1793 le fue propuesta al parlamento la compra de la colección de Horace Walpole, con vistas a la creación del futuro museo. La compra se rechazó y la colección pasó a ser propiedad de Catalina la Grande.

El fondo de todo esto era la negativa de las clases dominantes a aceptar cualquier cosa que pudiese tener aspecto democrático. La iniciativa partió entonces de la burguesía. Angerstein, un banquero judío creador del Lloyds de Londres, reunió una gran colección acorde con su inmensa fortuna, que instaló en su mansión de Pall Mall, la cual abrió a escritores y artistas. Aunque su condición de hijo ilegítimo de un judío y la ausencia de formación académica le supuso el rechazo de la aristocracia inglesa, su colección se convirtió, tras su muerte en 1823, en el núcleo de la National Gallery. Sólo cuando el estado británico asumió la idea de que la National Gallery podía representar una nación unida bajo valores universales se produjo el impulso político necesario para su definitivo apoyo.

III . Espacios públicos, intereses privados

En este capítulo, Carol Duncan estudia algunos de los principales museos de los Estados Unidos creados en los años posteriores a la Guerra Civil, como el Metropolitan Art Museum de Nueva York, el Museum of Fine Arts de Boston y el Art Institute de Chicago. Todos ellos representaron en su momento la idea del museo público como lugar de aprendizaje y disfrute. El modelo republicano de museo estaba copiado de Europa, y se ajustaba perfectamente al nuevo ideal americano de nación, compuesta por ciudadanos libres, con afán de superación, dueños al cabo de los destinos del país por medio de su voto. Este individuo buscaba en el museo una inspiración moral y espiritual, por lo que se impuso la disposición histórico – artística de los fondos. Los capitalistas se aplicaron pronto a una nueva suerte de beneficencia, compuesta por intereses tanto públicos como privados, y cuyo fin primero era que el arte y los museos transformasen en cierto modo las ciudades norteamericanas, elevando las almas de sus habitantes por encima de las preocupaciones diarias de la vida (8).

El fin último de esta élite WASP era, por supuesto, asegurar su base política y su prestigio social. Era la nueva aristocracia del dólar, y para Duncan, su búsqueda de estos ideales en educación y filantropía estaban organizados para hacer avanzar la causa de la supremacía blanca (9), en un momento – principios del siglo XX – en que la inmigración cambió drásticamente las proporciones y las costumbres de la población estadounidense.

IV . El monumento conmemorativo

Otro interesante asunto que aborda la autora es el caso de los monumentos conmemorativos que conforman los legados de los mecenas, tanto en las mansiones construidas para albergar las colecciones, como en los museos estadounidenses. En estos espacios, la contemplación del arte se produce en un escenario ritual.

Apellidos como Getty, Vanderbilt, Frick, Blyss, Huntington, Hirshhorn, Gardner, Morgan o Mellon han quedado por siempre indisolublemente unidos al arte y la cultura, no obstante haber sido la mayoría de ellos – si no todos – unos capitalistas sin entrañas. El análisis de Duncan es certero: el fervor con el que tantos millonarios crearon sus mansiones – museo sugiere que su compulsión por el coleccionismo no era sólo ni siempre una mera cuestión de ambición social y pretensión de clase. Es como si anduvieran buscando un valor perdurable al que pudieran ligar sus nombres (10). Muchas de estas mansiones – museo se conservan tal y como el propietario las había decorado, sin proyecto museográfico alguno, con el claro propósito de conservar lo más fielmente el espíritu del mecenas. De hecho, un buen número de museos estadounidenses incluyen en sus instalaciones tumbas y capillas mortuorias.

V . El museo de arte moderno

Con el subtítulo un mundo de hombres, la autora analiza los museos de arte moderno (11) como un espacio ritual sexuado, codificado para un público masculino. Para ello parte del discurso crítico histórico – artístico producido por los profesionales que trabajan en escuelas de arte, universidades, museos, editoriales y todos aquellos lugares en que el arte moderno se exhibe, enseña o interpreta. Si bien existen diversas interpretaciones de la historia del arte, basadas ya en el post – estructuralismo francés, las teorías literarias y el lenguaje (la teoría de la recepción), la tradición del análisis cultural marxista o la teoría del psicoanálisis, entre otras, el terreno que han ganado éstas en los museos públicos ha sido escaso. En los museos de arte moderno, la historia del arte se muestra como una sucesión de estilos formalmente diferentes, con hitos marcados por los artistas más celebrados, aquellos que dejan el campo más cambiado respecto de cómo lo encontraron, los que han proseguido con la búsqueda en una nueva dirección y han redefinido de la forma más radical los términos de entrada para los futuros individuos (12). Para Duncan, esto es así porque los directores y conservadores de los museos se sienten obligados a programar sus galerías para que encajen dentro de una construcción cultural, a plantear el museo como un espacio ritual.

Si bien el arte moderno se caracterizó en principio por su dirección a la total abstracción, hacia un ámbito más trascendente de la mente y el espíritu, los museos de arte moderno están llenos de figuras de mujeres. Sobre este hecho, Duncan reflexiona de la siguiente forma:

El MoMA es un lugar repleto de imágenes y representaciones, y la mayoría de ellas son de mujeres. Sin embargo, estas mujeres no suelen ser retratos de individuos en particular. La mayoría son simplemente cuerpos femeninos, o partes de su cuerpo, sin identidad determinada más allá de su anatomía femenina – esas "mujeres" siempre preesentes o "mujeres sentadas" o "desnudos tendidos" - , basta con Matisse y Picasso para llenar kilómetros de los museos del mundo. Hay también grandes cantidades de prostitutas, modelos de artistas, gentuza. Pero ellos también son personas indeterminadas, identificables sólo como ocupantes de los peldaños más bajos de la escala social. Resumiendo: las mujeres del arte moderno, independientemente de quiénes fueran sus modelos en la vida real, tienen poca identidad aparte de su sexualidad y su disponibilidad, y, a menudo, su baja posición social (13).

Para la autora, el hecho de que aparezcan este tipo de imágenes explícitas del cuerpo femenino, es lo que consigue sexuar el museo. De forma velada consiguen caracterizar el ritual del museo como una búsqueda espiritual masculina, e incluso el arte moderno se identifica con un proyecto esencialmente masculino, una búsqueda espiritual del varón, donde encajan sus fantasias, frustraciones y temores.

El estudio presenta al museo de arte como un elemento perteneciente a un mundo cultural, y como tal, funciona dentro de unos límites política y socialmente estructurados. Lógicamente, entendemos que el museo, como otra cualquier actividad humana, refleja una situación histórica de la que no puede quedar al margen. Todos estos comportamientos que la autora analiza existen como parte de la superestructura social, y como tales, perdurarán hasta la transformación de ésta. Es tarea de la nueva museografía adecuar las realidades sociales con las expuestas en las salas museísticas, algo que por otra parte se lleva a cabo normalmente en otros muchos escenarios artísticos.

Notas:

1. pp. XVI y XVI.
2. p. 21.
3. Berger, John. Modos de ver, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2006, p. 32.
4. p. 25.
5. p. 31.
6. p. 39.
7. p. 51.
8. p. 93.
9. p. 97.
10. p 143.
11. La autora utiliza el término arte moderno refiriéndose a cualquier modo de hacer arte que pueda pertenecer a la producción de arte del siglo XX (nota 3 del capítulo V).
12. p. 178.
13. p. 183.

Carol Duncan
Rituales de Civilización
Trad. de Ana Robleda
Editorial Nausícaä, Murcia, 2007
ISBN: 978–84–96633–35–3
235 págs
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