¿De qué hablamos cuando hablamos de arte político?

Portada del periódico L'Aurore del 13 de Enero de 1898, con la carta J'Accuse, escrita por Émile Zola(2)


Óscar Fernández / Ars Operandi 

Pocos asuntos hay más controvertidos en el arte actual que el dilucidar cuales sean sus dimensiones políticas. Lo que representa, necesariamente, un cuestionamiento de la figura del intelectual como agente crítico y de la Institución arte como marco donde ejercer esa política. Este debate, que como casi todos, acompaña al arte contemporáneo desde su nacimiento a finales del siglo XIX, ha configurado una secuencia de momentos revolucionarios y de recusaciones de tales momentos que, aunque presentan ciertos caracteres comunes, han emergido en contextos históricos diferentes y han negociado, por tanto, con problemáticas también distintas. Lo que nos aporta una primera posible respuesta a esta incómoda pregunta por el arte político, y es que éste es un concepto contingente que, a pesar de que hoy dé la impresión que se maneja como una especie de marca o estilo muy consolidado, ha ido mutando en el sentido en que las condiciones históricas de cada momento han ido determinando. Algo que no se contradice con el hecho de que ciertamente podamos constatar en él una especie de relato ininterrumpido al que se han ido incorporando numerosos momentos clave y experiencias compartidas. Experiencias nunca universales pero sí aplicables, por analogías asimétricas, a varios sucesos distantes entre sí.

Ya en torno al supuesto acontecimiento fundacional de esta tradición política, la famosa carta “J´Accuse…” publicada por Émile Zola en 1898 como denuncia contra la acusación infundada de espionaje al capitán Alfred Dreyfus y contra la trama que alimentaba dicho asunto, se reúnen muchos de los ingredientes que darán forma a esta emergencia de la intelectualidad como agente crítico. Es patente que, como señala Maurice Blanchot (Los intelectuales en cuestión), el caso Dreyfus constituyó la primera movilización de la intelectualidad en defensa de un inocente y que fue en aquél pronunciamiento colectivo donde los intelectuales, entre los que figuraban Émile Durkheim o Claude Monet, se reconocerían como tales, estableciendo una especie de unidad indiscernible entre el agente del saber y su vocación de crítica social. Sin embargo, lo más interesante del caso fue que, como hecho fundacional, inauguró también la sospecha hacia la capacidad política del intelectual y el cuestionamiento de su papel en el tejido social. Leída por Pierre Bourdieu (Las reglas del arte), la inmolación pública de Zola, quien a raíz del “J´Accuse” fue llevado a juicio y condenado, no fue simplemente un pronunciamiento ciudadano sino una empresa de legitimación. Fue algo así como una estratagema para cambiar la percepción hacia artistas como él, abrumados por el éxito popular pero, por esta misma comercialidad, poco reconocidos en el seno del campo literario.

Con el caso Dreyfus se inaugura, pues, la emergencia del intelectual como figura antagónica respecto del poder y sensible a los problemas sociales, pero también la desconfianza respecto de la legitimidad de esta actitud, cuando no de la posibilidad misma de conciliar estas dos dimensiones, en apariencia, antagónicas: ¿el territorio del arte como un campo autónomo, regido por una reglas propias que nada tienen que ver con la política real, es incapaz o es el más capaz de ocuparse de lo político?

En torno a esta cuestión, y a sus múltiples repercusiones, parece haber girado el desarrollo del arte político a lo largo del siglo XX. De hecho, como explica Jacques Rancière (Sobre políticas estéticas), la respuesta a esta cuestión ha generado las dos grandes corrientes de este tipo de prácticas. Por un lado, se ha planteado un devenir-vida del arte, convirtiéndolo en una especie de arte modesto capaz de integrarse en lo cotidiano para mejorar las condiciones materiales de la existencia colectiva. Por otro, se ha planteado la política de la forma rebelde, esto es, la consideración de la autonomía del arte y su capacidad para establecer una diferencia insalvable con el mundo como la base de su potencial político.

Como se supondrá, bajo esta clasificación de Rancière caben mil matices, pero en tanto arranque para una posible reflexión resulta muy útil. Ya que, entre otras muchas cosas, pone de manifiesto que estas políticas estéticas no acontecen en el territorio de lo que burdamente ha sido entendido como el contenido o el mensaje de la obra de arte. A este nivel, nos previene también Adorno, se produce la más vulgar de todas las posibles formas de antagonismo estético. Ya sea sobre una u otra corriente, arte-vida o arte-diferencia, la dimensión política del arte ha de acontecer en la misma estructura del hecho artístico. Nunca mejor que en esta dimensión, la escritura toma las riendas a costa, incluso, de la figura del autor.

A consecuencia de ello, en ambas vertientes se opera un desarme del intelectual como autoridad. Y la tendencia al anonimato, no es sino una consecuencia de esta certeza. Frente a la postura de Zola en el caso Dreyfus, donde el artista utiliza los relativos privilegios de su recién conquistada consideración social para erigirse en voz y conciencia de muchos, y que heredaron no pocos intelectuales del siglo XX como Jean Paul Sartre, se pueden encontrar propuestas como las de Michel Foucault, quien en conversación con Gilles Deleuze (Un diálogo sobre el poder), advierte que esta posición del intelectual como avanzado a la masa y guía de su conciencia es ya insostenible por cuanto ignora que en esta disposición el intelectual mismo representa al poder; está ejerciendo un poder otorgado por el mismo sistema al que denuncia.

Sea como fuere, y asumiendo que las experiencias de “supuesto anonimato” tampoco han resultado en muchos casos exentas de controversia –véase, por ejemplo, cómo el cine del Mayo del 68 es incapaz de deshacerse de la gramática del cine de autor a pesar de ir aparentemente sin firma-, la autoridad política del artista está en entredicho. En primer lugar, porque esta autoridad aún se justifica, en muchas ocasiones, sobre una supuesta cualidad moral o aspiración a lo universal que se supone inherente al arte. Lo que es, de por sí, realmente difícil de consensuar. Y, en segundo lugar, porque estas experiencias de toma de posición por parte del artista han descrito un grado tan amplio de aplicaciones que se han admitido incluso el ejercicio de la violencia y la sublevación militar. Asunto este último tan grave que hace temblar los resortes mismos del propio debate en torno al arte político. Ya que, de acuerdo con Blanchot, un par de cosas parecen estar claras: una, el intelectual deja de serlo cuando no actúa como tal y se convierte en miliciano; dos, la aplicación del mal (la guerra) para impulsar una revolución social y cultural representa un desafío a la propia condición humana que excede, con mucho, los límites de las políticas artísticas y que es inabordable desde ésta perspectiva.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Podias Oscar haber tratado ejemplos de Córdoba.
Las alegaciones que presentaron artistas cordobeses a la Torre de Prasa las considero una obra de arte. Me gustaría tenerlas enmarcadas en mi casa.
Lastima que ningún artista excepto Luis Calvo se ha movilizado para evitar la destrucción de la zona verde de la Rosaleda.
La excavadora del Ministerio de Cultura destruyendo la Rosaleda podría considerarse como una forma de arte acción con su muro verde impidiendo la visión.
El secuestro de lo escopico bañado en tierra humeda y sazonado de rosas muertas.
Anónimo ha dicho que…
Querido Gerardo, gracias por la necesaria sugerencia. Creo que antes de ir a lo concreto, que también me apetece mucho, me veo en la obligación de revisar algunas ideas. Me parece que son interesantes para entrar, a través de ellas, a los debates sobre el arte público y político que empiezan a florecer en nuestra ciudad. De hecho el título de estos artículos no es una pregunta retórica. Todo lo contrario, se dirije a todos aquellos que de alguna manera abordan nociones de lo público en el arte local. Y, como tal pregunta, es una invitación al debate.

Óscar Fernández
Anónimo ha dicho que…
Querido Oscar. Ante todo agradecer que utilices nuestras páginas para hacer públicas tus lúcidas reflexiones que, espero, sirvan para iniciar un debate sobre aspectos, que me parecen sustanciales, y que habitualmente aparecen soterrados.
Empezaría por realizar una afirmación que pudiera parecer un tanto dogmática: Todo arte es político. O dicho de otra manera todas las prácticas artísticas son indisolubles de sus determinantes políticos. Resulta imposible sustraerse a ello. El artista más intimista, más anacoreta, aquél que se retira al río Ganges a pintar una piedra sí y otra no, está practicando una arte con evidente contenido político. Incluso aquellos que creen practicar un arte aséptico adoptan un posicionamiento político, la mayoría de las veces conservador. Evidentemente me refiero a la política, no en el sentido de la contienda de los partidos, sino en un sentido más expandido, en el de la "polis" ateniense. Aristóteles definía al ser humano como un animal político por excelencia, qué hace diferentes a los artistas para qué no lo sean. En el arte contemporáneo no sólo lo que dices, sino cómo lo dices y dónde lo dices forman parte de una actitud política. Citabas en tu anterior artículo a Rogelio López Cuenca y cierro yo con sus palabras siempre esclarecedoras:
"Del mismo modo que las relaciones de poder producen formas estéticas, a la inversa, las expresiones culturales constituyen modos de ver, de hacer visible, de representar, de simbolizar poder o contrapoder. Todo acto estético, en tanto que configuración de la experiencia, por su potencialidad de producir modos de ver, de sentir, de existir, es, por tanto, político".
Creo que va siendo hora ya de abandonar la idea de la autonomía del arte como un espacio al margen sin conexión alguna con la realidad que le rodea.
¿Qué pensais al respecto?
Anónimo ha dicho que…
Estoy completamente de acuerdo con R.L.C. Sin embargo me gustaría comenzar relativizando, quiero decir que no me parece aceptable cualquier arte político si por ello entendemos su condición cifrada en lo exclusivamente denunciativo. Es muy posible que otro tipo de estrategias (alusivas, inferentes, alegóricas, etc...) sean más políticas que las "canónicas", quizás por el hecho de separarse de aquéllas que "oficialmente" secundan los estilemas del arte político instituido. Cuidado con el lenguaje, atención a a las generalidades, porque uno y otras nos contradicen y engañan.
Anónimo ha dicho que…
Sara, ni que decir tiene que las denuncias, en comisaría. Siguiendo esta estrategia lo único que se puede conseguir es caer en un arte panfletario y propagandístico. No estoy abogando por una politización del arte ni siquiera como consecuencia de la estetización de la política. Lo que me opongo es a la separación de la producción artística de su contexto sociopolítico. Prefiero pensar en el hecho estético como instancia crítica capaz de generar actividad, información y discusión.