Brinkmann. Madurez y riesgo


 Enrique Brinkmann, Barcelona I, aguafuerte, aguatinta y azúcar/papel

Oscar Fernández / Ars Operandi

El discurso de la modernidad, a pesar de la opinión de muchos de sus cronistas, ha sido fluctuante. Nada de esa inmovilidad que, como un estigma, le ha perseguido hasta casi nuestros días aparece en la obra de quienes la vivieron con mayor intensidad. Y es que, como demuestra la obra gráfica de Enrique Brinkmann, es un suceder de pequeñas revoluciones lo que mejor define la actividad artística del siglo XX. Tal vez, como nos descubren los pensadores post-estructuralistas, sea justamente esa cronicidad del cambio, esa perpetuación de la disidencia, la que haya agotado a lo moderno. Pero, en cualquier caso, una consecuencia como esa sólo será aplicable a casos particulares, y no define el espíritu de toda una época que ha podido ser cualquier cosa menos monótona.

Desde este prisma se viene produciendo una nueva historiografía, representada entre otros por Thomas Crow. De su trabajo en torno al devenir del arte en la segunda mitad del siglo XX podemos extraer nuevas claves de lectura que nos ayudan a mejor comprender la obra de quienes, como Brinkmann, vivieron esa época con intensidad. En concreto, las revisiones recientes de la modernidad posterior a la II Guerra Mundial nos la muestran como un fenómeno mucho más híbrido de lo que nos presentaron sus principales paladines; nos referimos por supuesto a Clement Greenberg y Michael Fried. Es, precisamente, como enmienda a éstos que Crow lanza una serie de argumentos con los que, sin duda, el Brinkmann grabador también comulga.

La primera enmienda se lanza contra aquella idea, que Fried ratifica en su ensayo Arte y objetualidad, según la cual la obra de arte moderno ha de ser aprehensible en un instante único. Toda verdadera obra de arte habría de ser contemplable en ese breve lapso; siendo capaz de condensar toda su grandeza en una mirada fugaz. Lo que derivaba en la invocación de un arte estático y fijo. Como respuesta a ello, Crow nos recuerda que Barnett Newman, uno de los últimos artistas a los que Greenberg apadrinó como adalid de esa modernidad óptica e instantánea, representaría finalmente una herejía contra ese discurso. Ya que, si bien su pintura se ceñía a las normas formalistas y planas que requería la instantaneidad, el resultado de su encuentro con el espectador era bien distinto. Como afirma Crow en El esplendor de los sesenta: "Las pinturas se prolongaban más allá de cualquier aspecto único coherente, incitando al movimiento físico y a un compromiso progresivo con la totalidad de su presencia material".

Otro de estas enmiendas se dirigió contra la obsesión de Greenberg y Fried por impulsar una pintura abstracta que no se ocupara de otra cosa que de la propia pintura como problema formal y del modo en que esta se distribuye por la superficie del soporte pictórico y se ciñe a los límites que éste marca. En definitiva, se trataba de cuestionar la idea de autorreferencialidad como sentido inquebrantable del arte. Ante ella se reacciona, de nuevo, flexibilizando las posturas e introduciendo numerosos ejemplos en los que los artistas apadrinados por estos críticos formalistas traicionaban la estricta norma que se les imponía. Así, se cita las evidentes sugerencias figurativas que se destapaban en la pintura de Willem de Kooning por el modo como éste introducía en ellas ciertos golpes de color, o el retroceso hacia modelos de expresión más ¡cónicos que experimentó Jackson Pollock en el último período de su carrera.

Esta tarea de desmontaje del discurso hegemónico sobre ciertos aspectos de la modernidad, incidiendo en aquellos enunciados que se daban como dogma, se ha convertido en uno de los objetivos principales de la posmodernidad. Sin embargo, su presencia no es ajena a la propia idea de modernidad. Ya decía Albert Camus, sobre los primeros poetas modernos como Rimbaud, que su obra demostraba un empeño por derribarlo todo, por la ruptura sistemática, pero que a la vez evidenciaba la "nostalgia desesperada de un orden".

 Enrique Brinkmann, MMX 11, aguafuerte, aguatinta y azúcar/papel

La dialéctica entre ruptura y orden, no entendidos ya como una contradicción, marca también la obra gráfica de Enrique Brinkmann. Igualmente la define su capacidad para reafirmar el rigor plástico del medio, expresándose a través de un discurso abstracto que no incurre en la autocomplacencia -en la que, afirmaba Crow, incurrió parte de la Escuela de Nueva York-. También es característico en sus grabados ese abandono de la fijeza y del carácter unitario de la pintura para proponer imágenes complejas, llenas de pequeños laberintos que, a modo de trama, resultan en un aguafuertes y aguatintas expansivos, casi rizomáticos. La metáfora neuronal, que años atrás se instaló en su obra, y la incorporación a su pintura de la malla metálica como superficie sobre la que trabajar, no hacían sino presagiar esta tendencia, que ahora es tan clara en los grabados, hacia la complejidad y la profundidad. Todo ello dentro de un lenguaje que, por lo demás, se presenta como bastante contenido.

Todas estas enmiendas profundas a la modernidad de corte greenbergiano, en las que anda inmerso Brinkmann desde hace décadas, no exigen de este artista más que una sobria combinación de recursos. Nada que ver con la aparatosidad que otros insurgentes frente a la modernidad dominante, estoy pensando en Tàpies, por ejemplo, portaban consigo. Mientras estos últimos se convertían en traidores a lo moderno mediante su desbordamiento, abrazando un nuevo barroquismo lleno de la teatralidad y el solapamiento de signos que aborrecía Greenberg, Brinkmann se propone hacer menos ruido.

También en su obra gráfica más reciente, de la que ahora se muestran la serie Barcelona, de 2008, y la serie MMX, de 2010, el artista destila esta sutileza que en él es, desde luego, una gran cualidad. Bajo las condiciones específicas del formato y de la técnica de estampación, estos trabajos mantienen intactos los valores más relevantes del quehacer de este autor. Se trata de aguatintas y aguafuertes que insisten en ese discurso antidogmático y transversal del último Brinkmann. Así, la profundidad se impone sobre la obsesión moderna por las formas planas; el dinamismo y la idea de recorrido de la mirada se autoafirma contra el paradigma del instante único descrito por Michael Fried; el detalle, formando una compleja red de conexiones, es el que conforma la imagen final; el trazo del artista, sin incurrir nunca en el amaneramiento, se muestra siempre, incluso cuando se trabaja con elementos geométricos como puntos o líneas; los grandes planos de color monocromo aparecen elementales, graves, pero siempre contrastados y contaminados por otros temas. Es así, casando trasgresión con sutileza, como el artista combate esa estrechez de miras que representa una cierta versión de la modernidad con la que él nunca se identificó.

Enrique Brinkmann
Obra Gráfica
C/ Conde de Robledo, 5, Córdoba
Hasta el 20 de noviembre

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