Imagen y palabra: Ut poesis pictura

A propósito de la exposición Manhattan [5th Avenue at 42nd Street]
por Eduardo García


 Ignacio Tovar

Desde que Horacio escribiera su célebre lema ut pictura poesis no hemos cesado de merodear, vagando en círculos concéntricos, en torno a la tan apasionante como procelosa cuestión de las relaciones de complicidad entre poesía y pintura. Es cierto que en su remoto origen la cita se proponía atribuir a la pintura el prestigio de arte elevado del que ya disfrutaba la poesía desde la Antigüedad, prestigio que al menos desde finales del Renacimiento no ha necesitado en absoluto buscar fuera de sí. También lo es que en su “Epístola a los Pisones” Horacio ceñía tan sólo su comparación a la semejanza de efecto entre ambas artes: la experiencia estética —que de hecho comparten no sólo pintura y poesía, sino la totalidad de las artes. Pese a todo, durante siglos se ha enarbolado el lema “la pintura como la poesía” a modo de trinchera para una teoría humanista del arte, entendido al modo de la mímesis aristotélica.

Más próxima resuena a una mirada contemporánea la réplica de Lessing a la en exceso vaga identificación entre poesía y pintura. Para el filósofo alemán ambas artes operan en direcciones opuestas. A su juicio las artes plásticas son adecuadas para la representación de cualidades sensibles, de modo que tan sólo en segundo término y de manera harto ambigua es capaz de evocar ideas o contenidos de lenguaje. La poesía, por el contrario, tendría en la lengua su centro de irradiación. Su innegable capacidad a la hora de evocar sensaciones carecería sin embargo por naturaleza de la fresca vivacidad de las artes plásticas.

Imagen y palabra son pues medios diversos. Bien pueden revertir mutuamente, entrecruzar sus lenguajes, pero parece imposible situarse en el exacto punto intermedio entre ambas. En último término, su diversidad es irreductible. Al lector de poesía tan sólo le es dado acceder, a través de la palabra, a una sensación interior, imaginada. Una sensación —reconozcamos— más bien borrosa, difusa, alcanzada al final de un proceso de descodificación intelectual. El pintor, por su parte, puede ofrecer la imagen viva, de manera inmediata. Pero tan sólo a través de ella —esto es, de manera oblicua, tangencial— es capaz de despertar ideas o contenidos de lenguaje en el contemplador. 

Carmen Laffón




Sin embargo, sí nos es dado encontrar un frágil puente entre tan divergentes formas de expresión. Al fin y al cabo, la pintura encuentra su origen en la observación del mundo, pero se propone en realidad rebasarla en una expresión de la sensibilidad que trasciende la llana mirada del observador. Por su parte, es la poesía ante todo un fenómeno de lenguaje, una construcción de palabras. Pero alcanza su auténtico objetivo en un desbordamiento de sentido más allá del que pueda denotar, a ras de tierra, el lenguaje común. Desde tal perspectiva ambas se encuentran, en cuanto actividades creativas, en la finalidad hacia la cual dirigen sus esfuerzos: generar sentido.

El argentino Roberto Juarroz, desde la orilla de la palabra, lo plantea con brillantez: "El oficio de la palabra/ mas allá de la pequeña miseria/ y la pequeña ternura de designar esto o aquello/ es un acto de amor: crear presencia".
  
Más allá de la re-presentación —ya sea exterior o interior—, trascendiendo los límites de la mera designación, la palabra poética aspira a generar un espacio autónomo, abrir inéditos senderos al sentido. Un poeta ahonda en los ocultos territorios de la identidad, explora una región desconocida para rescatar lo que en rigor no estaba en un principio o —al menos— no se manifestaba en plenitud. En definitiva, es preciso entregarse a la intuición para encontrar, en el curso mismo de la incesante búsqueda, lo que desconocíamos al emprender el viaje.

Revelador resulta el hecho de que la cita del poeta pueda también leerse desde la particular perspectiva de la pintura, arrojando luz sobre ésta en análoga dirección. Al fin y al cabo, la tarea que despliega el pintor en la imagen, más allá de la llana representación del objeto, es similar a la que desarrolla el poeta en la palabra: “crear presencia”. Trae el artista al mundo un reguero de imágenes capaces de dejar entrever un vago resplandor insospechado. En definitiva, lo que de poético o artístico alienta en ambas disposiciones estéticas, ya sea desde la “exterioridad” —trascendida en la mirada del artista— de la imagen, ya desde la “interioridad” —encarnada en escenas plásticas— de la palabra, es siempre un desbordamiento, un hacer-se, revelar-se espontáneo en el brotar mismo que se rebasa en el impulso.

En primer término libro de artista de Nieves Galiot, al fondo pintura de Matías Sánchez. Fotografía: Ars Operandi

Testimonio de este espacio de encuentro entre poesía y pintura, la exposición ante la cual nos encontramos nos invita a explorar ese neblinoso espacio de iconos y palabras que se resiste a la cosificación. Posmoderno es, en rigor, el diálogo que se nos propone. La selección de textos obedece a un criterio de representatividad histórica, abarcando un dilatado arco temporal desde alguna muestra de los primeros balbuceos de la poesía en castellano hasta un poeta todavía en activo como Pablo García Baena. Por su parte, las obras recogidas pertenecen en su totalidad a autores vivos. Se produce así una manifiesta asimetría, un diálogo que aspira a disolver las fronteras cronológicas. La pintura nos habla desde el aquí y el ahora, al tiempo que los poemas que los artistas acogen como agente provocador nos llegan —a excepción del mencionado Pablo García Baena— con el aura de la tradición. Poetas que han sobrevivido en nuestra estima a la implacable selección que el tiempo impone son a su vez glosados a la luz del pincel de artistas que no pueden por menos que dejar en su obra su impronta en tanto ciudadanos del tercer milenio.

Se respira aquí y allá la libertad creativa con que estos artistas contemporáneos han emprendido su labor. Por supuesto, algunos se han mostrado más sensibles a la capacidad de sugerencia del poema que les correspondía, mientras otros han preferido abandonarse más a su impulso creativo, alejándose del texto. Pero unos y otros nos ofrecen una vivaz muestra de su quehacer.

Quizá tal contraste entre texto y obra plástica alcance su máxima expresión en la pieza que inaugura la muestra. El poema anónimo “Toma niña esta naranja” nos remonta al recio castellano de principios del Renacimiento. En él disfrutamos del ingenuo regusto de la lírica popular. Unos versos que en su sencillez resuenan en nosotros, al cabo de los siglos, con una frescura que ya quisieran para sí libros recién publicados. Una mínima pieza, primitiva en lo formal, pero muy certera al proyectar la emoción en una imagen simbólica: la naranja que contiene el corazón del autor, amenazada por el filo del cuchillo de la destinataria del poema.


Instalación de Jacobo Castellano. Fotografía: Ars Operandi

Con el intenso cromatismo que le caracteriza, Ignacio Tovar (Castilleja de la Cuesta, Sevilla, 1947) hace suya la imagen de la naranja, disponiendo en ella las grietas que dan a entender la amenaza de la rajadura emocional. El dinamismo de las líneas curvas, discurriendo en paralelo, recuerda la cresta en vilo de las olas, otorgando vida al conjunto. Un díptico que sugiere entre líneas, desde la más franca disparidad de la mirada, en un lenguaje plástico por completo contemporáneo, una sensación análoga a aquella a la que nos invita el poema. El espectador se siente atrapado en el flujo, entregado a la marea de un naranja brillante; entreverado de unas mínimas líneas verdes que otorgan la atmósfera vegetal que la composición requería. Sin duda el artista ha sabido trasladar la mirada de un remoto poeta anónimo a su propio mundo plástico. Un genuino acto de re-creación en donde el primitivo texto popular se trasciende en imagen contemporánea en virtud de la personalidad del artista.

Si anónimos eran los versos de nuestra primera andadura, anónimo es a su vez el poema que le sucede. Pertenece al Romancero viejo, auténtico tesoro de la poesía en castellano, en cuyas fuentes viene ésta nutriéndose desde el Renacimiento. En ese sentido, quizá resulte esclarecedor recordar aquí cómo los poetas de la generación del 27 recuperaron a su través el pulso original de la lengua castellana a fin de renovar la dicción poética de principios del siglo XX. Hay pues un diálogo subterráneo entre este poema y los de Antonio Machado y Pedro Salinas, que encontraremos más adelante. Mención especial merece el hábil tratamiento de la disputa territorial entre musulmanes y cristianos por la mítica ciudad de Granada como si de una cuestión de amor se tratase. El rey cristiano se nos presenta como un pretendiente de la ciudad, al que ésta rechaza con tacto, alegando el buen trato recibido por el rey moro.

Con extrema sensibilidad Carmen Laffón (Sevilla, 1934) aborda el romance ofreciéndonos una lectura entre romántica e impresionista de los jardines de Granada: el amor imposible por la ciudad soñada que se resiste a entregarse al amante. Su dibujo al carbón, magistral en el tratamiento de la naturaleza, genera una atmósfera vaga y sutil, un brumoso clima de ensueño en donde la soledad de los jardines remite al ojo del observador, que permanece fuera de plano, amenazado por la desolación. Sombras, luces dispersas, contornos apenas definidos al caer de una atípica tarde invernal que rompe el tópico de la resplandeciente luz de Andalucía para ofrecernos un inédito punto de vista de singular recogimiento. Los senderos de cipreses parecen difuminarse en el vacío, reforzando su naturaleza de metáfora de un espacio interior.

A la izda. dibujo de Pérez Villalta , a la dcha. carboncillo de Carmen Laffón. Fotografía: Ars Operandi

En un colosal salto cronológico acudimos de inmediato al Siglo de Oro, la cumbre de nuestra tradición hispana. Degustamos ahora uno de los más celebrados sonetos de Góngora. Su culteranismo encuentra aquí una de sus expresiones más logradas. El verso barroco, la sintaxis alambicada, el dominio de la forma hasta límites insospechados, se ponen al servicio de una desgarrada reflexión en torno al tópico del tempus fugit. Nos encontramos ante la que quizá sea la más brillante recreación en castellano del clásico “Collige, virgo, rosas” de Ausonio. Mientras el poeta latino invitaba a la joven belleza a recoger las rosas antes de que se marchite su belleza, fácil presa del tiempo inexorable, en la pluma de Góngora la rosa deviene “vïola” (violeta), “lilio” (lirio) o “clavel”.

Un certero olfato lector manifiesta Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, Cádiz, 1948) al poner en escena los dos versos clave del poema, en los que la palabra de Góngora abandona toda abstracción para ofrecer una ágil sucesión de imágenes. Me refiero a aquellos que cierran los tercetos: “oro, lilio, clavel, cristal luciente” y “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. El efecto de contraste entre los símbolos de juvenil belleza y los de muerte es demoledor. Villalta, experto como pocos en el juego de reavivar los temas clásicos a la luz de una inédita mirada, entra a su vez en la propuesta del poema enlazando entre sí, en una sola imagen, la práctica totalidad de los símbolos que articula el texto. En el búcaro de cristal reposan el clavel, la violeta y un girasol, cuya dorada corola representa al astro resplandeciendo en plenitud. Las flores rebosan de color, mientras se desvanece el cromatismo en el resto de la escena. Vivaces todavía, las flores han sido ya cortadas y pronto se marchitarán. Simultáneamente, en un juego tan barroco como el que se despliega en los versos del poeta cordobés, aparecen atrás las figuras del árbol seco y el apesadumbrado viajero. Todo apunta en la misma dirección: la amenaza de la fugacidad del tiempo sobre la efímera belleza.

Merece quizá especial atención, por su modernidad, la descontextualización de los objetos. En efecto, el jarrón reposa sobre un páramo. Un espacio insólito, que rompe con las expectativas del espectador, su convencional sentido de lo real. Mas se trata, además, de un espacio literalmente imposible en la medida que escenifica una manifiesta desproporción del motivo central —el cual, en clave fantástica, rebasa el horizonte—, al tiempo que las figuras del árbol y el viajero se nos muestran a su lado diminutas. El dibujo nos propone una singular relectura del bodegón clásico, que al situarse en un espacio imposible, adquiere una repentina dimensión simbólica. Un posmoderno bodegón, en las antípodas del realismo tradicional, que dinamitando las convenciones de la representación nos conduce de la perplejidad a una franca invitación a interpretar en clave sus motivos. La palabra despertó la imaginación simbólica del pintor y éste supo trazar una imagen capaz —en virtud de la magia del símbolo, ese espacio de encuentro entre imagen y palabra— de generar un revuelo de palabras en nosotros. El resultado es un lúcido diálogo entre lenguajes en el que llega a alcanzarse la fusión.

A la izda. Miki Leal, a la dcha. Matías Sánchez. Fotografía: Ars Operandi

De muy diverso signo es el encuentro entre el poema de Quevedo y su glosa pictórica por Miki Leal (Sevilla, 1974). El pintor lo tuvo en esta ocasión bastante más difícil, pues —fiel a su estética conceptista— el poeta apenas le ofrece motivos plásticos capaces de sugerir por sí solos la idea generadora del texto. Se imponía pues una aproximación más netamente conceptual. El desolado tablón recuerda a un ataúd, sugiriéndonos el tema de la muerte, que atraviesa a su vez la totalidad del poema. Una elíptica marca en la parte superior nos remite a un medallón de aquellos en los que tradicionalmente los amantes enmarcaban un diminuto retrato de su pareja. Sin embargo, el medallón mismo está ausente, apenas sugerido. La cara de la amante ha sido borrada por el tablón, que se superpone a la imagen escamoteada. La propuesta del pintor, en definitiva, lejos de reflejar fielmente la fe quevediana en la inmortalidad del amor, se acerca a su tema desde una irónica perspectiva no exenta de sarcasmo. Su representación del presunto amor ultraterreno es, cuando menos, ambigua. De una parte se nos sugiere en sordina la vida de ultratumba mediante los triángulos en vivos colores que rompen la escena a la derecha y abajo; por otra, el retrato de la amada aparece sellado por la madera del ataúd.

Pero continuamos nuestro viaje en el tiempo para recalar ahora en el posromanticismo. Rosalía de Castro, una de las más grandes cultivadoras de la poesía femenina en nuestra lengua, perfila un breve poema de ritmo juguetón. Entre la sentencia moral y la queja de amor, expresa la poeta su habitual hiperestesia. Fue en efecto Rosalía una mujer melancólica, de extremada sensibilidad, que padeció una frágil salud y una muerte temprana. Su actitud trágica y desengañada ante la vida se refleja en estos versos. Su don reside ante todo en la gracilidad de la expresión, eco sin duda de la lírica popular galaico-portuguesa, en cuyas fuentes bebe, elevándolas al rango de la lírica culta. También la acendrada composición, pues en apenas seis versos expone una escena simbólica y —en un certero crescendo— su interpretación: la queja que da sentido al conjunto.

En su aproximación al poema, Nieves Galiot (Córdoba, 1968) acierta al rescatar desde una perspectiva contemporánea cierta atmósfera “kitsch” que sobrevuela los versos de Rosalía. La sensibilidad femenina decimonónica encuentra en el libro-collage un paralelo que funciona en varios planos a la vez. De una parte el símbolo del corazón, que aparece aquí desgajado del cuerpo, dando así a entender la queja de amor, omnipresente en el texto. De otro, el hallazgo de presentar las páginas del libro como fachadas de una casa asolada por los años. El universal símbolo de la casa, tan querido a la poesía femenina, suele representar la interioridad, el alma. Una casa en ruinas, surcada por árboles secos, refleja en claroscuro la emoción herida de la autora. Una fotografía de época de una feliz pareja, devorada por polillas que merodean amenazantes las páginas del libro, nos remite a la leyenda —desconocemos a ciencia cierta su veracidad— del matrimonio infeliz de Rosalía. Las flores estampadas con su hoy anacrónico regusto “kitsch” recuerdan en efecto esa sensibilidad algo cursi de la poeta entregada a la melancolía, disfrazando de meditación desengañada, con despechado victimismo, una venganza moral a través del tema de la inconstancia del corazón. Solitarios pájaros negros y gotas de lluvia-sangre contribuyen a tan desolada atmósfera.

A la izda. Ignacio Tovar, a la dcha. Pérez Villalta. Fotografía: Ars Operandi

Tras nuestra breve cala en el posromanticismo acudimos ahora al siglo XX de la mano de Antonio Machado, un poeta cuya obra se origina en la estela de los simbolistas franceses y el modernismo hispanoamericano fin de siècle, para ir sentando más tarde las bases de una poesía realista de inclinación reflexiva. Muy notable ha sido su influencia posterior en la poesía escrita en castellano, considerándosele hoy el padre del realismo poético español contemporáneo. El poema elegido es una buena muestra de su última etapa, en la que se escora hacia una poesía más conceptual, aforística. Constituye una buena muestra de alegoría en torno al símbolo del camino, que comparte con el poema de Rosalía. Podemos pues observar cierta continuidad entre ambos textos. Se evidencia en el poema machadiano el tema filosófico del devenir —Heráclito y Nietzsche vs. Platón—. La vida es un camino que nosotros mismos hemos de ir desbrozando día a día, una senda que es preciso abrir por propia mano. Vivir es pues “estar en camino”, ser-en-tránsito. Late al fondo la concepción existencialista de la vida humana como “proyecto vital”, que con toda probabilidad tomara Machado de su buen amigo el filósofo español José Ortega y Gasset.

Por su parte, Matías Sánchez (Tubingen, 1972) en las antípodas de la actitud intelectualista del poeta, nos ofrece uno de sus más obsesivos temas pictóricos: el pintor en el momento de la ejecución del cuadro. Con la ironía y el sarcasmo que le caracterizan, huye el pintor de la solemnidad del texto original para deconstruir el acto de creación. Con una iconografía inspirada en la pintura infantil y los tebeos, el cuadro rezuma una soterrada venganza. Con vibrante expresionismo concentra el retrato del artista en unas caóticas manchas de color. Su humor alcanza el rango del sarcasmo, demoliendo la heroica visión romántica del artista prometeico, que deviene aquí apenas un niño que juega con su pincel. Las descompuestas facciones de la figura representada dan su justo contrapeso a la escena, haciendo derivar nuestra sonrisa hacia la mueca ante la tenebrosa fragmentación del sujeto que amenaza tras el en apariencia alegre desbordamiento cromático. En la estela del art brut Matías Sánchez se aventura en una tan deliciosa como cómplice ironía sobre el ARTE y el ARTISTA con mayúsculas.

Un paso más allá nos aguarda Pedro Salinas, uno de los poetas de la española generación del 27 cuya obra ha sabido sobrevivir al paso del tiempo. El poema pertenece a Fábula y signo (1931), uno de los poemarios de aquellos brillantes años de las vanguardias que a día de hoy conservan en buena medida su frescura y capacidad de seducción. “Underwood girls” constituye un canto de amor a la creación poética, la magia de la inspiración, motivo auroral donde los haya, en consonancia con el gusto de una época de hallazgos y apertura de espacios de libertad. “Tú alócate bien/ los dedos” —escribe el poeta, dispuesto a abalanzarse sobre las teclas de la máquina de escribir. “Alocarse”, tal es la llave que enarbola la vanguardia, dispuesta siempre a colonizar nuevos horizontes para la palabra. Y en efecto, la pasajera locura —sobre la que ya ironizaba el en exceso racionalista Platón— es la condición misma de la creación poética. A fin de cuentas, se trata de saltar más allá de los estrechos límites del lenguaje común, la miope percepción convencional, para alumbrar una nueva mirada.

Análoga es la disposición del artista, siempre en persecución de esa otra cara de las cosas que se resiste a abandonarse al ocre cotidiano. Jacobo Castellano (Jaén, 1976) lo sabe, sintoniza con la propuesta del poeta, convirtiendo el discurso, la sucesión temporal de la palabra, en simultánea manifestación de los sentidos. Hay un sorprendente paralelismo entre la modernidad —metamorfoseada hoy en paradójico glamour— que representaba a principios de los años 30 celebrar las teclas de una máquina de escribir y la siempre arriesgada audacia de una instalación respecto a las formas iconográficas tradicionales. En sus dibujos las manos se “alocan”, multiplicándose en la pared como en un perverso juego de espejos, con destellos de rojo-sangre, plegados los dedos sobre sí al modo de garras que se ciernen en actitud amenazante. En el centro de la sala aguardan, plegados a su vez, los poemas por nacer, ocultos a la mirada. El espacio que media entre manos y textos es un abismo insondable. Tender puentes hacia lo ignorado, la misión del creador.

Instalación de J. M. Báez en el Ayuntamiento de Córdoba

Para concluir este diálogo entre imagen y palabra alcanzamos al fin el presente. Asistimos ahora al encuentro de un artista contemporáneo con uno de los poetas vivos en lengua española más valorados por crítica y lectores. Pablo García Baena, quien comenzara a publicar en los años 40 del siglo XX, desarrolla en el poema seleccionado uno de sus más queridos temas: la evocación de su ciudad natal. Una Córdoba mítica, preñada de un misterioso resplandor, a la luz de la ensoñación que da a luz la memoria. Elegíaco es el tono en el que el poeta lamenta la paulatina devastación de la ciudad, antaño extraordinaria, en las desaseadas manos del tiempo. “Edén siempre perdido,/ concédeme el recuerdo y su llave de niebla” —escribe el poeta. Pero si vibrante es la nostalgia de estos versos, su transfiguración de la ciudad en mito, tal metamorfosis vendrá impulsada por un despliegue léxico fuera de lo común. Palabras en desuso renacen en los versos, dispuestas a atrapar el tiempo en sus vocales. Tal riqueza de lenguaje encuentra su más hondo sentido en un soterrado diálogo con el barroco Góngora, el gran poeta cordobés del Siglo de Oro, al que García Baena hace desfilar por sus versos al modo de una silueta de ensueño —“Don Luis se alejó por la calleja…”— que se disuelve fugaz entre las sombras.

Hasta aquí la perspectiva que un lector común podría hacerse del poema a partir del texto mismo. José María Báez (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1949), por el contrario, conocedor de su intrahistoria, aborda su recreación desde una perspectiva sorprendente, reveladora de inéditas capas de sentido. Lo cierto es que el poeta escribió estos versos como reacción a un artículo publicado por el prestigioso psiquiatra e intelectual español Carlos Castilla del Pino en la revista Triunfo en 1973. Corrían los últimos años del franquismo, en los que el desarrollismo nacido en los 60 no había hecho más que incrementar la sistemática devastación del patrimonio histórico-artístico a manos de la especulación inmobiliaria. En su artículo Castilla del Pino denunciaba tal espolio bajo el inquietante título de: “Apresúrese a ver Córdoba”. Así pues, el poema de Pablo García Baena respondía a una demanda cívica frente a la dictadura: la necesidad de preservar la ciudad de las garras de quienes se enriquecían destruyendo un valioso patrimonio arquitectónico atesorado al cabo de los siglos. Se trata pues de unos versos que contienen una manifiesta crítica social, hecho infrecuente en la obra del poeta.

La instalación de José María Báez acude a rescatar tal dimensión crítica. Conocida es su personal inclinación a explorar las regiones fronterizas entre poética y artes plásticas. Resalta en sus cuadros, surcando sus composiciones, una refinada tipografía orientada a despertar en el observador una vivaz irradiación simbólica. Es el suyo el arte de la alusión, el don de la capacidad de sugerencia que se dispersa en diversas direcciones. En esta ocasión el artista ha optado por ir un paso más allá, hasta hacer de los caracteres la totalidad de la obra. Asistimos pues a una radical descontextualización del texto original. Arrancándolas de su acostumbrado negro sobre blanco del papel, la instalación proyecta sus palabras en un medio por completo heterogéneo. Las vemos ahora discurrir sobre el suelo del Ayuntamiento de la ciudad, cuyos dos últimos alcaldes del periodo franquista fueron directos responsables de los atropellos urbanísticos que denunciaba implícitamente el poema.

El texto-instalación tiene su punto de partida frente a la estatua de Marco Claudio Marcelo, cónsul romano que en el siglo II a.C. fundara la colonia que dio origen a la ciudad. Su emplazamiento dista por tanto de ser casual, en la medida que nos remite al pasado mítico que el poeta evoca en sus versos. El reguero de palabras cobra vida, adquiere dinamismo, al ascender los peldaños de la escalera. Atravesando la primera planta, alcanza su meta frente al cuadro de San Rafael, ángel custodio de la ciudad. Pero si el punto de partida distaba de ser arbitrario, menos todavía lo será el preciso lugar donde concluye la instalación. En la pintura, original de Antonio del Castillo, se despliega toda una iconografía barroca que acude a reflejar la barroca riqueza de lenguaje del poema de Pablo García Baena. Arte de la alusión, ya lo decía. El “texto” de José María Báez se desborda a sí mismo en imagen, apoderándose simbólicamente del espacio. Logra así aludir a las tres dimensiones del poema original: la mítica, la del lenguaje y su olvidado origen de crítica social.

Concluido el trayecto, queda el desocupado paseante con el hondo regusto de los viajes. La palabra y la imagen entrecruzaron sus miradas. Ojalá vuelva pronto a habitar —ut pictura poesis, ut poesis pictura— ese frágil territorio en donde las fronteras, por un instante acaso, parecen disolverse en la neblina.

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