Robert Mapplethorpe. Portfolio

© Robert Mapplethorpe Foundation


Oscar Fernández  / Ars Operandi

“The issue of the Nineties will be Beauty!” 
Dave Hickey, 1991 

Preguntado por cuál sería el tema fundamental del arte de los noventa, el profesor Dave Hickey contestó: la belleza[1]. La perplejidad que causó tal respuesta en el aforo es similar a la mostrada, ya en 2009, por Dominique González-Foerster al inicio de unas charlas dedicadas a la idea de New Beauty. Reconocida su sorpresa por haber sido invitada para hablar de un tema que no aparecía con demasiada frecuencia en su trabajo, la artista afirmaba: “Para mi la belleza es siempre algo inestable que no tiene nada que ver con la perfección, precisión o la eternidad sino algo fugitivo, difícil de atrapar o de definir”[2]. Refutaba su propuesta proponiendo a J. G. Ballard como referente para empezar a pensar en esta nueva idea de belleza, instalándola en un escenario apocalíptico que, al mismo tiempo, encerraba la posibilidad de un nuevo comienzo. 

 Efectivamente, existe un nexo común entre las respuestas de Hickey y de González-Foerster. Ambos se encuentran ante un escenario familiar, el provocado por nuestro distópico cambio de milenio, cuya naturaleza implica destrucción y, a la vez, renacimiento. Y para los dos la búsqueda de respuestas parece conducir a viejas nociones, como la belleza, que de nuevo son requeridas como instrumentos a través de los que construir una definición palmaria del paisaje por venir. En ambas propuestas lo importante no es tanto el manejo incómodo de un concepto lleno de reminiscencias retrógradas, sino la demostración de que la idea de lo bello, como todas las demás, no tiene dueño; es abierta y en constante transformación. De modo que, tal vez, nuestra tarea debiera consistir en entender cómo funciona esta nueva belleza, antes de denostarla sin más. 

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Parece una verdadera novedad que desde posiciones avanzadas se reconquiste la parcela de lo bello para explicar tiempos tan convulsos como los que vivimos. Si bien la novedad de esta conquista no es reciente, baste recordar el Zibaldone de Giacomo Leopardi para saber que la belleza absoluta nunca existió y siempre fue domesticada por su contexto, hemos de reconocer que el concepto estaba tan manoseado que su revisión no es empresa fácil. Proyectos aislados como la exposición Regarding Beauty, a View of the Late Twentieth Century, celebrada en el Hirshorn Museum de Washington en 1999, indicaban quizá alguno de los posibles senderos a través de los que comenzar su relectura. La muestra, necesariamente heterogénea, entrelazaba piezas conceptualmente dispares, casi antagónicas, de Félix González Torres, Mathew Barney, John Baldessari o Lorna Simpson, entre otros. Se aspiraba a componer una panorámica de lo bello bajo el común denominador de su instrumentalización para fines diversos, siendo este uno de sus grandes leitmotivs. Como Leopardi, esta exposición defendía que la búsqueda de la belleza como un fin en sí mismo constituye un anacronismo. Sus artistas, desde luego, ya no clamaban por un arte bello; ya las vanguardias se encargaron de desmontar esta falacia de la belleza como intrínseca a lo artístico. Pero sí restituían una cierta legitimidad al recurso de lo bello, desde luego no como ornamento hueco, sino como herramienta para llegar a otros sentidos del trabajo artístico. 

Uno de los colaboradores en Regarding Beauty, Arthur C. Danto, ha descrito este fenómeno como la recuperación de la función pragmática de la belleza. Según su hipótesis, con la necesaria desacralización de ésta, que se produjo tras el proceso de derrumbe acometido por ciertas vanguardias históricas, iniciamos un período nuevo en el que belleza y moralidad han sido desligadas definitivamente. De resultas de ello, el recurrente alegato por una belleza moral, o más bien moralizante, quedó sepultado bajo una montaña de enmiendas que anuló, de paso, su privilegiada autosuficiencia. A partir de entonces el recurso a lo bello obedecería a un uso pragmático. Ya no sería el fin sino el puente hacia otro lugar. 

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Lo más atractivo de todo este proceso son, como casi siempre, sus excepciones. Y de ellas está la historia de la vanguardia llena, como rezaba otro de los discursos dominantes de Regarding Beauty. En efecto, el ataque contra la belleza fue tan eficaz que afectó incluso a sus expresiones más alternativas, y también transgresoras, quedando éstas igualmente estigmatizadas. Podríamos, de hecho, hacer de ello una tradición que arrancaría en Arthur Rimbaud y que ha llegado hasta épocas más recientes de la mano de David Wojnarowicz o, por encima de todos, Robert Mapplethorpe. Así lo afirma Donald Kuspit cuando habla de Wojnarovicz como el último Rimbaud en The Rebirth of Painting in the Late Twentieth Century. Allí traza una serie de analogías y desencuentros entre ambos que desembocan en la presentación de dos personajes de vidas difíciles, viviendo del otro lado de lo aceptable, dice Kuspit, que trasladaron este desgarro a su universo artístico. Uno y otro constituyen ejemplos de un manejo artístico de lo terrible que los ha erigido en gerifaltes de la estirpe más transgresora del arte moderno, llegando a autoproclamarse antiestética. Sin embargo, el hecho de que ambos se mostraran tan profundamente preocupados por las cuestiones formales de su obra y, sobre todo, el que aspiraran a transformar el sufrimiento en clarividencia o en toma de conciencia de la sociedad a través del arte nos invita a retomar esa idea de belleza pragmática, pero terrible, de la que hablábamos antes. Su manejo de lo bello estaría más próximo a una nueva comprensión de lo estético, prácticamente indefinida en sus límites, que a su total negación. Como prueba de ello, podemos recordar que ambos abandonan el arte, en un momento de su vida, pero no sus proyectos personales, demostrando que durante un tiempo las cualidades del arte les resultaron útiles, y que no era su destrucción sino su extremo aprovechamiento lo que buscaban. 

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El caso de Robert Mapplethorpe es aún mas significativo. Ya que fue estigmatizado por usar abiertamente un canon de belleza que se sumergía en el más puro clasicismo. Tanto en la forma como en el contenido de su trabajo siempre convergían severas críticas, todas ellas de muy distinto pelaje. Pero las más interesantes eran aquéllas que lo condenaban por adoptar un lenguaje formal sumamente refinado, a pesar de que se sirviera de éste para mostrar escenas y personajes nada ortodoxos. Danto explica estas críticas en El abuso de la belleza aludiendo al hecho de Mapplethorpe sufrió las consecuencias de “una creencia generalizada [en nuestro tiempo] según la cual, en cierto sentido, la belleza trivializa a aquello que la posee”[3]. No todo el mundo entendía su habilidad para fabricar belleza con algunos de sus temas favoritos, como el S&M. Por si no había quedado claro en sus constantes referencias a Rimbaud, cuya fascinación compartía con Patti Smith, Mapplethorpe adoraba el aroma acre del lado oscuro, aparecía cautivado por su imaginario, y se sentía un observador privilegiado. Su mirada, es cierto, no era la de un voyeur cualquiera. Pero es que en eso radicaba la fuerza de su trabajo. En otras palabras, que su cámara no tomara partido, y mantuviera una frialdad clásica, no era frivolidad; era el único modo de ofrecer una mirada nueva sobre formas subalternas de belleza sin incurrir en la pura transgresión; un concepto con el que él no podría sentirse menos identificado. 
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La sombra del arte comercial y el recurso a la belleza también cabalgaron juntos en muchos episodios de la carrera del fotógrafo. Sería absurdo negar que el artista tomó numerosas decisiones creativas influido por la repercusión comercial de las mismas. De hecho, su habilidad para moverse en el mercado del arte fue determinante para posicionar su personal punto de vista sobre la fotografía. Pero la ecuación belleza=negocio oculta una cierta trampa ideológica que Dave Hickey explica en los siguientes términos: la idea de belleza que se suele manejar cuando hablamos de un arte vendible consiste básicamente en ornamento; esto es, en una apariencia efectista que distrae nuestra atención de la ausencia de contenido de la obra. En este sentido, la colisión con el modelo de pintura plana, sin aristas, y, por ello, supuestamente más honesta que impuso en la década de 1950 Clement Greenberg, era inevitable. Sin duda, la búsqueda de un arte honesto conllevaba la necesaria desaparición de la apariencia. Y, dado que, desde su punto de vista, la belleza en arte sólo sirve para venderse ella misma (idolatría) o para hacer otra cosa más seductora (publicidad), su fin era irremediable. De este modo, el que la belleza vendiera y que los artistas se interesaran por ella, cualquiera cosa que resultara de ello, constituía, sin más, una traición.

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Después del diluvio. XIII Bienal de Fotografía de Córdoba 

Sala Vimcorsa 

C/ Ángel de Saavedra, Córdoba

Hasta el 5 de mayo de 2013

L a S de 10 a 14 h y de 18 a 21h. D y F de 10 a 14 h

 [1] Esta intervención dio pie a una publicación titulada The Invisible Dragon, Essays on Beauty (1993), The University of Chicago Press, Chicago, 2009, de la que se han tomado todas las referencias de Hickey que se citan en este texto, páginas 2-8. 
 [2] Transcrito de la charla impartida por la artista el 22 de junio de 2009 dentro del programa de conferencias The Old Brand New, que se celebraron en el Institute of the Arts and Stadsschouwburg, Amsterdam. http://www.theoldbrandnew.nl/beauty.html 
[3] El abuso de la belleza, Paidós, Madrid, 2005, p. 65.

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