Los artistas y la cocina.
Una disertación prêt-à-porter para la Trienal de Alentejo

TRIBUNA ABIERTA

Jacopo Pontormo, La cena de Emaús (detalle), 1525, o/l, Galleria degli Uffizzi, Florencia

La Trienal no Alentejo es un evento cultural y económico cuyo propósito es la promoción y mejora de los recursos alentejanos así como la proyección del Alentejo ((Portugal) como destino turístico y de inversión. En el aspecto de las artes plásticas, la utilización de espacios expositivos ligados a los sectores primarios así como las relaciones arte-gastronomía son una de las características propias del evento, que en esta edición, desarrollada de abril a octubre, reúne a los artistas Tatsumi Orimoto, Joana Vasconcelos, João Louro, Barthélémy Toguo, João Onofre, Laura Belém, Douglas Fitch, Fernando Sánchez Castillo, Perrine Lacroix, Jefford Horrigan, Michael Petry, Alexandre Farto, Albert Corbi, Avelino Sala, Gabriela Albergaria, Ricardo Calero, Christopher Thomas, Carlito Carvalhosa, Pierre Gonnord, Yonamine Miguel, Eugenio Ampudia, Benoit van Innis, Ana Fonseca, Bela Silva, Beth Moysés & Marisa González, Rodrigo Oliveira, João Leonardo, Santiago Morilla, Délio Jasse, Francisco Vidal, Manuel João Viera y Rodrigo Bettencourt. Una serie de conferencias inaugurales se llevan a cabo en la Universidad de Évora, en la que participan Carlos Urroz (director de ARCO), Jennifer Flay (directora de la FIAC de Paris), Rosina Gómez-Baeza (curadora y ex-directora de ARCO), Profesor Luís Campos e Cunha, Dr. Sérgio Figueiredo (Fundación EDP), Helene Romakin (Directora de Invaliden, Berlin), Dario Corbeira (curador), Carlos Rosón (director de la Fundación RAC), Mercedes Basso Ros (Fundación Arte y Mecenazgo), Cristina Giménez (directora de Ivory Press), Jacobo Fitz-James Stuart (director de la galería Espacio Valverde) y José Mª Baez (artista y comisario), quien ha tenido la gentileza de cedernos la publicación en exclusiva de su conferencia (N. de la R.)


José Mª Baez / para Ars Operandi 

Una amiga arquitecta, con la terrible parálisis constructiva que estamos padeciendo en España y el reciclado laboral tan duro que sufren estos profesionales, ha decidido dedicarse a la repostería, así que emplea su tiempo y energía en hacer tartas. La gastronomía es la burbuja mediática de la actualidad, la foto-fija de nuestro tiempo. Los chefs son hoy personajes que acaparan espacio en los media e invaden todo tipo de eventos, extendiendo su fama y su presencia más allá de los fogones. ¿Nos interesa la gastronomía porque somos pobres o porque fuimos pasajeramente ricos? La abundancia nos hace selectivos a la hora de alimentarnos pero en épocas de zozobra financiera, como ahora, también nos volvemos receptivos con cuanto se relaciona con esa necesidad. Las dificultades económicas nos hacen prescindir de la comida preparada que nos intentan vender las grandes corporaciones, y optar por su elaboración directa. Nuestra mayor disponibilidad de tiempo nos permite seleccionar los ingredientes y ensayar la mezcla de sabores y cocciones.

Encontramos nuevas posibilidades creativas, por cierto, muy vinculadas al medio ambiente y al entorno natural, en este desierto de estrecheces económicas. Nada extraña, por tanto, que por su actualidad y potencialidad social esta Trienal de Alentejo analice la vinculación entre el arte y la comida.

El arte siempre ha permanecido cercano al poder y al dinero. Como escribió Karel van Mander en sus Vidas de pintores flamencos, “el arte es de buena gana el comensal de la opulencia”. Como metáfora de ese poder y esa abundancia económica, la pintura ha tenido una histórica dedicación a las temáticas relacionadas con la alimentación mediante el género de las naturalezas muertas, desarrollado en Occidente a partir de finales del siglo XVI. Esta cuestión ha sido ampliamente estudiada así que no voy a abordarla. Hablaré sobre la más modesta vinculación entre la comida y los propios artistas. Frente a la opulencia y al glamour de lo representado en los lienzos, nos centraremos en la escueta realidad vivida por los profesionales que llevaron a cabo esa tarea.

Sin duda Pontormo fue uno de los pintores más extraños del Renacimiento florentino. Vasari, en sus Vite, dice que, huérfano, paseaba “solo y melancólico” y, en su plenitud como artista, estaba siempre elucubrando obsesivamente sobre nuevos conceptos y planteamientos pictóricos. Exigencias que continuará también Bronzino, uno de sus más cercanos discípulos, e hijo adoptivo suyo. En 1902 se descubrió un manuscrito que fue adjudicado a Pontormo y contenía las anotaciones de un Diario que cubre los años de 1554 a 1556.

Contempla este diario, por tanto, las apreciaciones de un hombre que ha cumplido sesenta años cuando comienza su redacción. Es comprensible, en consecuencia, que su primera anotación constituya un amplio catálogo sobre las virtudes y necesidades de la moderación. No olvidemos, además, que una razón muy común a la hora de emprender un dietario consiste en tratar de racionalizar de alguna manera nuestra existencia, de poner un cierto orden en nuestros días mediante preceptos imbuidos de una cierta metodología de lo cotidiano y las acciones privadas. Por tanto Pontormo inició estos apuntes indicando que “el desorden en el ejercicio, en el vestir o en el coito o el exceso en el comer, puede en pocos días matarte o enfermarte; porque hay que ser prudente en junio, julio y agosto, y a mitad de septiembre, sudar con moderación y sobre todo cuidarse del viento cuando has hecho ejercicio; hay que tener cuidado también en el comer y en el beber cuando se está acalorado.”

Anotaciones semejantes continúan cubriendo todo el espectro anual. Así, conjurando las entonces frecuentes epidemias porcinas y para que los fríos del invierno no te lastimen, aconseja “no comer demasiada carne en especial la de cerdo; y de la mitad de enero en adelante no comerla en absoluto”.

Pontormo, a lo largo del manuscrito, incluye algunas notas sobre sus trabajos en marcha e incluso inserta bocetos y dibujos, pero sobre todo anota meticulosamente cuanto come y las consecuencias humorales que se derivan de ello. Referido al lunes 12 de marzo de 1554, dice que “por la noche cené una col y un pez de huevo” (o sea una tortilla a la florentina, sin mezcla de patatas y enrollada en forma de pez). “El martes por la noche cené media cabeza de cabrito y sopa. El miércoles por la noche la otra media frita y bastante uva pasa moscatel y cinco cuatrines de pan y ensalada de alcaparras. El jueves por la mañana me vino un mareo que duró todo el día y después estuve indispuesto y con la cabeza débil; el jueves por la noche una sopa de buen capón y una ensalada de zaragatona. El viernes por la noche la misma ensalada y dos huevos en pez de huevo (o sea una tortilla de dos huevos). El sábado ayuno. El domingo por la noche, noche del olivo, cené un poco de capón cocido y tomé un poco de ensalada y debí comer al menos tres cuatrines de pan.” Aclaremos que los cuatrines eran una moneda de escaso valor y en cuanto a la noche del olivo, citada en el texto, aludía al Domingo de Ramos, así que podemos conocer su alimentación durante la siguiente Semana Santa: “El lunes por la noche tras la cena me sentí muy vigoroso y con buena disposición: comí una ensalada de lechuga, una pequeña sopa de buen capón y cuatro cuatrines de pan. El martes por la noche comí una ensalada de lechuga y un pez de huevo. El Miércoles Santo por la noche dos cuatrines de almendras y un pez de huevo y una nuez,... // ...el jueves por la noche una ensalada de lechuga y caviar y un huevo... // ...el viernes por la noche un pez de huevo, habas y un poco de caviar y cuatro cuatrines de pan. El sábado por la noche comí dos huevos. El domingo, que fue la mañana de Pascua y de la Virgen, fui a comer con Bronzino y por la noche cené en su casa.”

Como vemos la comida de Pontormo era bastante frugal, acorde con la modestia con la que Vasari describió su vivienda. Ensaladas y huevos se repiten monótonamente en su dieta, aunque en una anotación de enero de 1555 dice que cenó “catorce onzas de pan, lomo de cerdo asado, una ensalada de endivias y queso e higos secos”. Para compensar tan opíparo menú, al siguiente día sólo ingirió quince onzas de pan. El pescado casi ni lo prueba y la carne se reserva, salvo excepciones como la anotada, para la mesa que le prepara Bronzino en su casa, a la que acude Pontormo con regularidad cada domingo y en fiestas señaladas. Así, el 24 de mayo de 1554, Corpus Christi, anota: “comí con Bronzino: bebí un greco (un vino especialidad de la zona toscana), comí carne y pescados; y por la noche una onza de tarta, con poca carne y con pocas ganas de comer.” El 23 de junio de ese mismo año, “lunes por la noche con Bronzino, junto a Luca Martini y Tasso (topógrafo y poeta el primero, y entallador y arquitecto el segundo), pollo y liebre y ocho onzas de pan”. El domingo 6 de enero de 1555, “por la mañana comí y cené con Bronzino morcillas e higadillos y carne de cerdo” y en febrero de ese año, durante el último jueves de Carnaval, “cené con Bronzino liebre y vi los juegos de magia”.

Aunque soltero, Bronzino no vivía solo. Tras la muerte de su amigo Toffano Allori, del que pagó parte de sus deudas póstumas, pasó a vivir en su casa (cercana a la catedral de Florencia) con la familia de éste, e incluso el hijo de Toffano, Alessandro Allori, acabará convirtiéndose en su pupilo y discípulo más tarde. Es previsible que en esta excelente casa, que contaba con bodega propia, las intendencias y las operaciones de la cocina estarían encomendadas a la abuela de Alessandro Allori, que vivía con ellos y ejercería de ama de casa y matrona, y que gracias a las buenas rentas de Bronzino, pintor al servicio de Cosimo I de Médicis pero también compatible, y por la expresa generosidad del duque, a los encargos privados de otros ricos ciudadanos, pudiera permitirse elaborar menús más sofisticados que los que se preparaban en el domicilio de Pontormo. La matriarca Allori contaría sin duda con la ayuda de servicio auxiliar. En cambio, en el austero escenario donde transcurren los años finales del maestro Pontormo, podemos imaginarlo trajinando en la cocina en una labor solitaria, preparándose las ensaladas y las tortillas, platos de rápida y sencilla ejecución, con escasa o ninguna compañía.

La práctica de la pintura, y sobre todo los frescos que está realizando en ese momento Pontormo, reclamaban abundante colaboración ajena. De manera que precisaba rodearse de ayudantes y diferentes artesanos para ejercer sus labores como artista. Como cocinero, en cambio, se aísla. Justo todo lo contrario a cuanto ocurre en nuestro tiempo, donde la actividad artística mayoritariamente suele realizarse en solitario, en tanto la cocina, hoy, viene a ser el stage donde se ejecuta una performance colectiva y múltiple en la que todos participamos, pues es el espacio común donde transitan y merodean familiares y amigos. La preparación de la comida es una tarea que incita a la interrelación, a la intermediación de manera fluida y sin salvaguardas. Frente a otros escenarios más hoscos, como puede ser el marco en el que nos desenvolvemos laboralmente y en el que la confianza nunca llega a ser total, en la cocina desechamos temores porque nada ni nadie nos acosa. Los fogones están activos y las manos trajinan sin cesar, pero nuestra cabeza permanece libre, así que podemos iniciar conversaciones y deslizar confidencias. Desde la cocina se hace explícito el relato de nuestros días, nos abrimos al pequeño universo doméstico y familiar que nos rodea.

Michelangelo Merisi, il Caravaggio, La cena de Emaús (detalle), 1601, o/l, National Gallery, Londres

Detengámonos ahora brevemente en la vida de un pintor que perdía muy poco tiempo en la cocina. En un inventario realizado en Roma en 1605 sobre los bienes de Caravaggio se detallaba que sólo disponía de dos saleros, tres cucharas, una tabla de cortar, un cuenco, otro plato, dos cuchillos pequeños, tres vasos de terracota y una jarra de agua. Evidentemente este parco ajuar doméstico nos indica que Caravaggio pasaba en su casa el justo tiempo necesario para pintar y dormir, y que lo que le gustaba era callejear y comer en las tabernas. En unión de sus amigos disfrutaba de la vida de la calle, involucrándose en cuantas pendencias y trifulcas se presentaban y bebiendo y comiendo en las numerosas osterías romanas. El 24 de abril de 1604 tuvo lugar un percance en una de estas osterías y Caravaggio tuvo que hacer frente, una vez más durante su ajetreada estancia en la capital papal, a una nueva demanda judicial interpuesta contra él. En esta ocasión la promovió el mozo que le había servido la comida. Lo sorprendente de toda esta historia es que alguien tan obsesiva y meticulosamente observador, y que consideraba que pintar bien consistía en imitar bien las cosas naturales (según sus palabras), tuviera menos desarrollados otros sentidos corporales, como el olfato. Pero sigamos el testimonio contra Caravaggio del mozo:

“A eso de las diecisiete horas (doce y media), el citado demandado estaba almorzando con otros dos hombres en la Ostería del Moro, cerca de la iglesia de la Magdalena, donde trabajo de mozo. Le había servido un plato de ocho alcachofas guisadas, cuatro en mantequilla y cuatro en aceite, y el demandado me preguntó que cuáles estaban preparadas en mantequilla y cuáles en aceite. Le respondí: 'Huélalas y distinguirá fácilmente cuáles están guisadas en mantequilla y cuáles en aceite'. Entonces se puso como una fiera y sin decir palabra cogió un plato de barro y me lo tiró a la cara. Me dió aquí, en la mejilla izquierda, y me hizo una herida superficial. Luego se levantó y cogió la espada de uno de sus compañeros, que estaba sobre la mesa, quizá con la intención de atacarme. Pero yo me escapé y vine al oficio para poner una denuncia.”

Hizo bien el mozo huyendo, teniendo en cuenta la merecida fama de buen espadachín y camorrista de Caravaggio. En descargo de éste (si es que la acostumbrada falta de respeto y consideración hacia los artistas lo hiciera necesario) hay que precisar que las alcachofas le fueron servidas en el mismo plato y que, como oriundo de Lombardía, no había sido educado en el gusto hacia el aceite de oliva, al que cuesta un tiempo adaptarse sobre todo por su inicial sabor ligeramente amargo. 

En un plano más cercano a nuestro tiempo repararemos en la figura de Alberto Giacometti, personalidad igualmente borrascosa aunque con pleno dominio sobre sus fantasmas personales. En 1964 el escultor suizo había alcanzado una incuestionable y reconocida fama. Los galeristas y coleccionistas visitaban con asiduidad su estudio para retirar obras con destino al mercado del arte y a sus colecciones privadas. Ese año comenzó a pintar el retrato de James Lord y éste, cotilla siempre, fue anotando cuanto sucedió durante las dieciocho sesiones en que posó para el maestro. Inevitablemente, durante el largo tiempo que permanecieron juntos en el estudio de Giacometti, también hubo recesos dedicados a la alimentación y la comida. Justo el primer día, y tras un balbuciente comienzo del óleo, el artista propuso parar e ir a almorzar. Así que Lord anotó: “fuimos a un café cercano donde Alberto tomaba su almuerzo ritual: dos huevos duros, dos lonchas de fiambre de jamón con un trozo de pan, dos vasos de Beaujoleais y dos tazas grandes de café”.

Vemos como a lo largo del tiempo las dietas de los artistas no alcanzan la excelencia de lo extraordinario y nada tienen de espectacular. Frente a la opulencia y magnificencia de cuanto representan pictóricamente en esas naturalezas muertas compuestas con productos exóticos y perecederos, y por lo tanto de difícil obtención, los menús de los artistas desprenden una tangible cotidianidad, pues entre su vida y su producción media siempre lo paradójico, se materializa lo bipolar, como si el arte no dejara de ser una melancólica invocación.

Cuenta Gertrude Stein en la autobiografía de su amiga Toklas que ella y su hermano Leo visitaban en París con cierta asiduidad a los Matisse y que, “de vez en cuando, madame Matisse los invitaba a almorzar. Esto ocurría, casi siempre, cuando algún pariente de provincias le había mandado una liebre. La liebre estofada, al estilo de Perpignan, tal como la hacía madame Matisse, constituía un plato excepcional. Los Matisse solían tener un vino excelente, un poco demasiado fuerte, pero buenísimo. También tenían una especie de vino de Madeira, al que llamaban Roncio, que tampoco estaba nada mal.”

Pero los Matisse, en estos años en torno a 1904, eran bastante pobres y ni siquiera podían mantener en su hogar a los hijos del matrimonio, Pierre y Jean, que vivían con sus abuelos. Por tanto eran ellos los que acudían con más frecuencia a la casa parisina de la rue de Fleurus, donde residían los Stein. Tenían éstos una asistenta francesa, Hélène, “excelente criada para todo, excelente cocinera, íntegramente dedicada al mayor bienestar de sus patronos y de sí misma, y convencida de que todos los artículos en venta tenían precios demasiado altos.”

Nadie es perfecto y Hélène tenía sus manías personales. “Así, por ejemplo, mostraba cierta antipatía hacia Matisse. Decía que un francés no debía quedarse a cenar inesperadamente, especialmente si antes de decidirlo preguntaba a la cocinera qué había para cenar. Hélène aseguraba que los extranjeros tenían perfecto derecho a observar esta conducta, pero los franceses no, y Matisse lo había hecho en una ocasión. Así, cuando miss Stein decía a Hélêne: 'Esta noche, monsieur Matisse se quedará a cenar', Hélène replicaba: 'En este caso no haré tortilla sino huevos fritos. Necesitaré los mismos huevos y la misma mantequilla, pero los huevos fritos son menos respetables que la tortilla, y monsieur Matisse sabrá darse cuenta`”. ¡Ah, las pequeñas venganzas personales, tan gratas y placenteras cuando logran concretarse!

Miquel Barceló, S/T, 1983, mixta/tabla, col. part.

Una noche Aristodemos Kaldis, Willem de Kooning y Milton Resnick estaban en el Cedar, el mítico bar neoyorquino frecuentado por los expresionistas abstractos americanos, y casualmente se encuentran allí con Holger Cahill, antiguo director nacional del Federal Arts Project y marido de Dorothy Miller, que fue curator del MoMa. Son las cuatro de la madrugada y todos están muy borrachos pero Cahill los invita a subir a su casa, ya que vivía cerca del Cedar, donde piensa prepararles algo de comer. A pesar de la juventud de nuestros pintores, Cahill sabe todo acerca de ellos. Bueno, en realidad hay algo que ignora, así que les lanza la pregunta: “¿Habéis tomado alguna vez huevos revueltos de verdad?” Realmente no es una pregunta sino una incitación, pues los huevos revueltos van a constituir el sugestivo ofrecimiento de la ceremonia culinaria que piensa oficiar. La incuestionable “verdad” de la receta consistía en batir los huevos con agua, en lugar de la tradicional leche, antes de su mezcla en mantequilla.

¡Pero los huevos seguían siendo la base principal del plato! En todo tiempo y en todo lugar: huevos y tortillas a cada momento en la mesa y los menús de los artistas!

Hay excepciones notables. Los gestores de El Celler de Can Roca, en Girona, que ha sido declarado en 2013 el mejor restaurante del mundo, han celebrado a primeros de mayo una especie de ópera culinaria, que han denominado “El somni” (El sueño) y en el que, a lo largo de más de dos horas y doce platos, han ido desplegando todas las esencias que los han encumbrado a la élite de la gastronomía. El evento ha contado con doce comensales por rigurosa invitación personal y, entre ellos, se encontraba Miquel Barceló, un pintor que al menos por un día se ha librado de los huevos y las tortillas.


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