María Ortega Estepa. Cartografías del tiempo compartido


Aspecto de la exposición de María Ortega Estepa en la sala Iniciarte. Foto: Ars Operandi
Óscar Fernández / Ars Operandi 

Allá por los siglos XVI al XVIII fueron establecidos los parámetros de las ciencias exactas. Ocurrido esto, no le quedaba a la modernidad otra tarea que cuestionarlos con el mismo tesón con que fueron puestos en pie. Aquélla fue una esforzada tarea, aún inconclusa, que nos sigue conduciendo por senderos salpicados de enmiendas al pensamiento idealista o puramente racional. A ojos de quienes impugnaban el dogma científico, la pretensión de exactitud del mismo acarreaba un dominio excesivo de lo cuantificable, de lo finalista y de la réplica, que excluía lo imaginario, el deseo o lo espiritual de las disciplinas académicas autorizadas. El saber, se denunciaba, parecía haber abandonado la espiritualidad por primera vez en la historia. 

Esta oleada de críticas crearía las condiciones para la emergencia de una modernidad múltiple y bifurcada en infinitas direcciones, algunas de ellas opuestas. Podríamos decir, de hecho, que fueron muchas las modernidades que han coexistido desde entonces hasta nuestros días. Y que en éstas colisionan la vanguardia y la reacción, el avance hacia lo desconocido y la más absoluta nostalgia del pasado. De entre todas ellas no interesan tanto las posturas extremas. Los extremos, en la mayoría de las ocasiones, son anecdóticos o menos ilustrativos, ya que su radicalismo ejerce tal fascinación que encandilan a la mayoría. Y, claro, se “gastan” por el trasiego de dicha multitud. Interesan más, al menos a quien escribe, las posiciones intermedias, híbridas y diseminadas que brotaron en medio de aquél cisma. Estas alternativas pugnaban, con análoga ambición a la de los científicos, por erigir un sistema contrario al de la ciencia clásica; esto es, un sistema que se dejara contaminar por las circunstancias del sujeto; un sistema alimentado por datos pero también por intuiciones, y capaz, por encima de todo, de anular a la regla y la cuadrícula como un fin en sí mismas, convirtiéndolas en un medio para llegar a comprender otros saberes y alcanzar consciencias no formalizadas. 

Wilhelm Dilthey podría ser un buen ejemplo de este pensamiento excéntrico y meridiano, a la vez. Su estética se proponía crear, a finales del siglo XIX, nada menos que una ciencia subjetiva de las humanidades. Con ella aspiraba a restañar el equilibrio que las tendencias imperantes en su tiempo, más concretamente el Naturalismo, habían descompuesto. Dilthey observaba con preocupación cómo el imperio de la técnica había generado una mirada nueva a la realidad, que se limitaba a lo inmediato y poco menos que a copiar lo real sin otro fin que la propia demostración del gesto técnico, de la reproducción. De su manifiesto sentido de pérdida, situado a medio camino entre la nostalgia y el asombro, afloraría sin embargo un proyecto audaz y visionario que fusionaba la tradición trascendental de las artes y las humanidades con el afán de conocimiento científico. Su modelo se construiría sobre dos cimientos enormemente inspiradores. Por un lado, Dilthey no dudó en mantener viva la tradición estética clásica, esa que nos invita a ver la realidad a través del prisma artístico para enriquecer nuestra propia existencia. Por el otro, avanzaría en la definición del sujeto moderno, heredado del romanticismo, como aquél que protagoniza la experiencia estética pero también el relato histórico. Esto es, ratificaba la figura del narrador autorizado por la gran ciencia pero lo mostraría como un sujeto implicado, como una subjetividad que experimenta y comprende a la vez, que hace de la vivencia el camino hacia el saber. 

Más nítido, e igualmente ambicioso, se nos aparece el narrador en Walter Benjamin. En un breve ensayo que lleva ese título, El narrador, y que fue elaborado entre 1928 y 1935, el autor germano disecciona algunas de las ideas que sugería Dilthey, pero desde una posición bien distinta. Dilthey no era un mero crítico de su tiempo; era, más bien, un nostálgico. Su aspiración era rememorar el pasado de una manera dinámica a través del presente, que para él es poco menos que un desgraciado inconveniente de la Historia. La vivencia es la base del relato histórico, y por extensión del hecho artístico, por cuanto que es en ella donde el pasado se actualiza constantemente, obteniendo esa resistencia a lo inmediato, y a lo fugaz del presente, que ansiaba Dilthey. 
 
Homologías del recuerdo de María Ortega Estepa. Foto: Cortesía de la artista
En Benjamin, sin embargo, la nostalgia de un tiempo mejor no tiene cabida. De hecho, cuando explica que la narración es un arte con los días contados rechaza interpretarlo como una “manifestación de decadencia”. Pero su ensayo tampoco es afirmativo ni cómplice. La argumentación del alemán no dista demasiado de la de Dilthey. Detecta, como éste, una sustitución progresiva de la tradición del relato y el narrador, anclados en la oralidad, en lo artesanal y directamente conectados con el oyente, por una forma de producción mucho más fría, tecnológicamente determinada y orientada a un oyente solitario. Mas su interpretación es esquiva, ambigua incluso. No hay en ella esa nitidez con la que el propio Benjamin se posiciona cuando, por ejemplo, extrapola este cambio al terreno de lo visual en su famoso ensayo sobre la obra de arte y la reproductibilidad técnica. 

A pesar de sus diferencias, Dilthey y Benjamin construyen, desde sus respectivas atalayas, una crítica al paradigma científico-técnico cuyos destellos irradian hasta nuestros días. Por sintetizar, podríamos desbrozar sus planteamientos en dos líneas principales. La primera vendría a decir que, con el advenimiento de la revolución tecnológica y de los saberes técnicos, se está perdiendo el campo de la experiencia, no sólo de la experiencia sensible, sino de todos los grados de experiencia. Benjamin es claro en este sentido: “la cotización de la experiencia ha caído”. Por experiencia se entienden todas aquellas formas de sabiduría adquiridas a lo largo del itinerario vital de cada individuo, quedando excluidas de esta definición aquéllas resultantes de ensayos de laboratorio o de procesos de investigación clínica, que son por definición ajenas a la vivencia. Lo que se denuncia en este primer asalto a la ciencia es el hecho de que, en su búsqueda de la solución técnica, ésta se ha anclado en lo instrumental y ha mitigado esas otras preocupaciones, de calado más emocional o transcendente, de las que los sabios se ocupaban antes. A consecuencia de ello “el lado épico de la verdad”, diría Benjamin, se extingue. 

Si asumimos que el «sentido de la vida» no puede ser objeto de demostración científica y entendemos que el arte de narrar era una forma de transmisión de conocimiento encaminada precisamente a entender este sentido de la vida, la narración pierde su razón de ser y se disuelve en un mundo dominado por los saberes técnicos. Este es el segundo argumento en el que Dilthey y Benjamin se encuentran: la figura del narrador, fundamental para el ideal de estética como forma de conocimiento que ambos defienden, se ve arrinconado, prácticamente excluido, por lo científico. En Dilthey el narrador es ese sujeto que revive la historia, el encargado de mantener vivo el pasado, en pugna contra el Naturalismo; para Benjamin el narrador es quien custodia la tradición oral, ese artesano de la comunicación que poco o nada tiene que ver con la forma paradigmática de relato en la época técnica, la novela. 

Nuevas constelaciones de María Ortega Estepa. Foto: Cortesía de la artista
Con sus aportaciones, Dilthey y Benjamin abrieron una línea de pensamiento que atraviesa el siglo XX de punta a cabo. Dieron pie, así, a una tradición de la que brota también el sentido de la obra reciente de María Ortega. A artistas como ella corresponde retomar este inmenso legado para someterlo a los rigores de la plástica. Son ellos los encargados de producir una forma estética capaz de traducirlo. Podríamos reconocer a estos artistas como sujetos implicados en la construcción de un paradigma artístico que es riguroso y ordenado, pero dentro del cual es no sólo posible sino necesaria la emergencia de un sujeto emancipado, deseante, creativo. Un sujeto que use las herramientas del saber estructurado pero que huya del peligro por excelencia de la técnica, cual es su tendencia a la repetición, a la normalización de todo cuanto toca. La práctica de autores como María Ortega se debe considerar, pues, como la síntesis de lo estructural y lo sensible. Un planteamiento nada actual en su sentido último – nos acompaña, como hemos visto, desde hace más de cien años- pero que está encontrando formas inéditas de expresión, ya que ha inventado un lenguaje propio y novedoso de la mano de estos creadores. 

La aportación de los artistas a cuya escuela se incorpora María Ortega podría sustentarse sobre dos elementos de fuerza que podríamos resumir como la perversión del sistema cartográfico, por un lado, y la extensión del paradigma arte-vida. El primer aspecto es imprescindible para comprender las piezas recientes de Ortega, sobre todo las desarrolladas bajo el título Homologías del recuerdo, durante su residencia en Bilbao en 2012, y las que presenta ahora en Iniciarte bajo el título Mapping me. El ejercicio de la cartografía, que fue la mayor expresión del imperialismo cognitivo propio de la modernidad tecnológica, es una herramienta desviada por la artista para otros usos. Recurrir a la mediación del mapa sigue siendo imprescindible, pues es necesario atenerse a un lenguaje compartido por todos para hacerse entender. Esta es, de hecho, la aportación ineludible y fundamental del paradigma científico: dotarnos de una articulación común de saberes y de lenguajes abstractos que sean reconocibles casi universalmente. Pero, admitido esto, quién dijo que su uso debía encaminarse exclusivamente hacia lo geopolítico, hacia la construcción de una mirada dominante sobre el territorio. Y, lo que es más grave, ¿quién nos inculcó que sólo los territorios físicos son “mapeables”? ¿Acaso -y en este sentido es básico recuperar a Dilthey- hemos olvidado el concepto de paisaje romántico? 

 El acto del mapeo es aquí, como lo fue por ejemplo para los situacionistas, un acto poético. Se trata de una exploración emocional que se alimenta de la experiencia radicalmente subjetiva de quien la realiza. Este levantamiento de una carta sobre el terreno asume un alto grado de indeterminación, algo que también tiene en común con los situacionistas. La importancia de esto para los situacionistas fue tal que llamaron a su actividad “deriva”. Un concepto revolucionario que ha llegado hasta nosotros superando la vieja idea de cartografía, introduciendo el azar como forma de acción y desterrando para siempre la relación de dependencia del mapa respecto del escenario que representa. De esta manera se explican también los mapas de María Ortega, que son piezas únicas, lo que descarta cualquier intento de generalización o de construcción de una guía del terreno a partir de éstos. 

Podría decirse que el singular mapeo de la artista ha acabado por perder de vista al terreno, de modo que funciona como un signo que no remite a otro lugar que el trazado sobre el propio papel que lo soporta. Nos encontramos así ante un aparente sinsentido: hacer un mapa sin lo mapeado. Una especie de contradicción que podría llevarnos al camino sin salida de lo tautológico; es decir, de un sistema que no representa a otra cosa que a sí mismo. Sin soslayar las posibilidades de un gesto de este estilo, que nos llevaría por ejemplo a la noción del signo hueco que propone Jean Baudrillard, encontramos en Ortega una solución de otra índole. Es evidente que ella ya usa el mapa como un lenguaje autónomo, del mismo modo que también es claro que los ejes de coordenadas y el código de la cartografía aparecen en su obra como figuras retóricas. Es igualmente meridiano que con ello produce un cortocircuito del sistema, pues despoja a la ciencia cartográfica de su objeto de estudio. Pero no lo hace para vaciarlo de contenido, como tampoco pretende silenciarlo o declararlo obsoleto. La idea de mapa ha devenido forma, puro lenguaje que se usa desde una libertad total y sin el prejuicio técnico que lo dominaba antes. 


Obra de María Ortega Estepa. Foto: Cortesía de la artista

Esta declinación formalista de las coordenadas cartográficas cierra filas en torno a la naturaleza eminentemente pictórica del contexto de lectura donde se inscriben. Sometidas al rigor de lo estético, de un formalismo bien entendido, estas cartografías denotan la mano que hay detrás de su ejecución, incorporando un componente que les sería completamente ajeno en el paradigma tecnológico: la gestualidad. Esto nos retrotrae, de nuevo, al narrador de Benjamin; figura con la que Ortega se relaciona mucho mejor que con el cartógrafo, el técnico. Como ya hemos visto, en el desarrollo de su ensayo Benjamin identificaba al narrador con un artesano cuya tarea es conectar el alma, el ojo y la mano. Y en esta empresa anda también la artista, reivindicando constantemente la dimensión figurativa, plástica y manual de sus mapas. Esto no significa, en absoluto, que sólo el arte gestual y retiniano esté dotado de alma. Más bien se podría interpretar la cita de Benjamin como sigue: para posicionarse fuera de las reglas del mundo técnico, el arte debe reconciliarse, necesariamente, con su dimensión artesanal, poniendo de manifiesto las condiciones de su producción. 

El hecho de que la artista nos ofrezca su propia interpretación de las estrategias del mapeo, elaborándolas como formas autónomas, se justifica por un propósito de impregnar a esos mapas de gestualidad, convirtiéndolos en piezas más artesanas que tecnológicas y dotadas, por tanto, de alma. Esta son condiciones necesarias para llevar la pintura a un estatus ulterior, que es la pretensión final de Ortega. En este punto, ella ya se encuentra capacitada para hacer uso de estas coordenadas como medios que nos trasportan a otros registros, que les son impropios. Estos registros son, por un lado, de carácter simbólico, abocándose al encuentro de nuevo entre lo técnico y lo poético. Y también de carácter biográfico. De manera que el hecho de que estas cartografías de Ortega no representen ningún territorio real, no significa que su capacidad evocadora y simbólica haya desaparecido. Más bien se trata de todo lo contrario, de usar la convención de su lenguaje para potenciar otros sentidos y buscar otros territorios para representar. Es aquí cuando se hace pertinente hablar de la revisión del paradigma arte-vida que apuntábamos antes. 

A María Ortega le ocurre como al preso de El Zahir, en el relato de Borges, quien acabó pintando en su celda un tigre infinito atravesado por muchos tigres, a pesar de que su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. Algo parecido sucede a la artista cuando parte de un mapa como coartada, como punto de partida, pero termina componiendo un gran árbol. Este árbol es su símbolo por excelencia, no aparece por azar, y llega para condensar el ojo, la mano y el alma en una forma reconocible. El árbol se presenta como una cartografía compuesta por infinitos meandros, como una forma orgánica a la deriva e inasequible a la repetición; es la negación del orden científico clásico. Pero al mismo tiempo es, a través de sus ramas y anillos, uno de los mapas más antiguos de los que tenemos constancia; de manera que posee ese carácter fedatario que ansía el discurso técnico. El árbol es, en suma, la metáfora perfecta para Ortega pues representa aquél estado intermedio que su obra ambiciona: procede de un orden superior, y previo, a la disciplina científica, de modo que no abandona la experiencia y la vivencia, al tiempo que soporta con solvencia el rigor del dato y la coordenada. 

El árbol es una forma subalterna y no académica de mapeo. No obedece a la norma de la cartografía porque el objeto del que ha de ocuparse queda también fuera de esa norma. Ese objeto es, en la obra de María Ortega, la vivencia, el aprendizaje a través de la vida. Y para poder ocuparse de él hay que trabajar con el tiempo, con el recuerdo propio y de los demás y, de manera simultánea, con la introspección y la más profunda reflexión acerca del sentido de lo que hacemos. La artista compone, pues, mapas del tiempo, mapas de recuerdos, representando aquello que el mundo técnico es incapaz de mostrar. Estos mapas son una expansión de la dialéctica arte-vida porque son, al mismo tiempo, relato y objeto, tiempo y espacio, vivencia y forma. Los árboles-mapa convierten a Ortega en una especie de narradora visual que, a la manera anti-nostálgica de Benjamin, combate la pérdida de cotización de la experiencia, y de la vivencia compartida, con las armas de nuestro tiempo tecnológico. 

N. del E. Este texto forma parte del catálogo editado con motivo de la exposición Mapping-me de María Ortega Estepa en la sala Iniciarte de Córdoba




Comentarios