Indagando en la pintura. Miguel Ángel Campano en el MNCARS


Miguel Ángel Campano. Fondo documental de arte contemporáneo Miguel Marcos


A. L. Pérez Villén / Ars Operandi

Muy probablemente no sea Miguel Ángel Campano (Madrid, 1948–Cercedilla, Madrid, 2018) el pintor español más importante del último tercio del siglo pasado, pero sí que es uno de los que mejor encarna ese papel de creador volcado en una disciplina endémica como la pintura. No es que fuese benévolo con ella ni que su actitud denotase una práctica prosaica, todo lo contrario, siempre supo mostrarse crítico y analítico, comedido y riguroso en el empeño, como generoso cuando la emoción turbaba la ruta señalada de antemano. Y por más que en ocasiones llegara a abandonar lo desbrozado y volviese a desandar lo avanzado, retomaba desde otra perspectiva la práctica pictórica. Por esta razón la suya es una de las carreras artísticas que mejor representa la deconstrucción que de la pintura se hace en España desde finales de la década de los setenta, justo cuando la posmodernidad favorece la práctica desinhibida de la misma en detrimento de otras disciplinas menos eufóricas. Pero el papel de Campano no es el del artista que se sumerge en la pintura para dar rienda suelta a una gestualidad desbordante, que también, sino el de quien se apostilla contra la defensa de una vanguardia caduca que solo custodia bisoñez y polvo, tampoco tolera la insípida frivolidad de quienes—pintores del mundo, uníos—se sienten llamados a morir de éxito. Mantuvo durante años el compromiso con la pintura y su trayectoria nos ofrece desvíos y requiebros en torno a la disciplina que la hacen fuerte por más que siempre estuviese en cuestión. Por cierto ¿necesita la pintura a día de hoy artistas arrojados que la defiendan, que mantengan abierta la causa de su pertinencia o se ha convertido en un ejercicio de resistencia que solo practican damnificados del arte? Dejo ahí la pregunta.

Miguel Ángel Campano ante la instalación “Elías (d´après Daniel Buren)” (1996-1999). Archivo EFE.

Justo antes de su muerte, Campano tuvo la ocasión de participar en el proyecto de esta exposición retrospectiva, que reúne más de un centenar de pinturas y que testimonia los más de cuarenta años de dedicación a la disciplina. Una relación muy intensa que sin llegar al abandono supuso todo tipo de ajustes, desvíos, crisis y reencuentros con la disciplina y sus maestros, con los lenguajes artísticos de las vanguardias y con la pintura del natural pero sobre todo consigo mismo. El título de la muestra —Miguel Ángel Campano. D´après—viene dado por la costumbre del artista de basar su trabajo en el análisis y la expresión en torno a una serie de autores franceses como Poussin, Delacroix, Cézanne, etc., así como de otra procedencia: Pollock, Guerrero, Kelly… A partir de estas referencias, Campano elabora un entramado pictórico que resulta singular por cuanto remite siempre a un modelo semántico y sintáctico, al que reiterada y progresivamente vuelve y del que se desprende, dejando en el camino las huellas de un tránsito a cada paso más depurado. El siguiente viaje será sin referentes, sin la red de un lenguaje codificado sobre el que deconstruir el habla cotidiano de la pintura, un viaje al interior que le enfrentará con los fantasmas de la pintura, de los que se librará para protagonizar una de las aportaciones más valientes de la pintura española de finales del siglo pasado.



Pero no adelantemos acontecimientos y comencemos por el principio. En este sentido la exposición es encomiable pues muestra un inicio de trayectoria poco conocido, que poco aporta al grueso de su producción canónica posterior pero que se pliega a la misión de toda institución museística: rendir cuenta de lo acontecido. Y en este caso lo acontecido, aunque no añade gran cosa a lo que siempre hemos sabido de Campano, informa de sus intereses y afectos. Aquellos más por la geometría y la construcción que por la pintura, estos apuntando a las amistades en torno al grupo de Cuenca, con Gustavo Torner y Fernando Zóbel a la cabeza. Fue la pintura la ganadora de la partida y Campano termina sumerguido en ella con todas las consecuencias de la época; es decir, una pintura festiva y expansiva. No podía ser de otra manera, estamos hablando de un tipo muy entusiasta que consideraba que para acceder a la pintura y poder soportar el envite se necesitaba pasión. También era un cándido artista que por estos años aún creía que el arte podía cambiar el mundo. La obra de Campano representa una apuesta clara por la pintura, que en esos años de finales de los setenta en España era tanto como renunciar a la articulación de una práctica crítica y conceptual, comprometida formal y estéticamente con el dogma de la modernidad.


Asumir la pintura sin más como se propugnaba desde las proclamas de las exposiciones que aglutinaron esta tendencia—las míticas 1980 y Madrid D.F. : Aspectos de la nueva escena plástica madrileña, auspiciadas por críticos como Ángel González, Juan Manuel Bonet y Quico Rivas—era abrazar la postmodernidad sin complejos, abrirse a la experiencia de un arte desinhibido y en cierta medida desarraigado. Un arte que recelaba de la tradición de la vanguardia nacional por onanista y obsoleta, un arte que solo aspiraba a encontrar un canal expresivo—la pintura—que le permitiese compartir gosozamente la experiencia de la vida. Y a ello se lanza Campano ofreciéndonos una pintura rebosante de gestualidad y colorido, una pintura a caballo entre los 70 y los 80 que sintomatiza la efervescencia creativa (y lúdica y desvergonzada) de una sociedad que se encuentra a un paso de cerrar una etapa histórica. Estas pinturas son especialmente luminosas, se emparentan con las experiencias francesas de support-surface y se hermanan con las que por aquí practicaban autores como Broto, Navaro Baldeweg, Xavier Grau o Quejido, entre muchos otros. Obras inolvidables como Sin título (El puente II) (1979), R&B (Rythm & Blues) (1980) o La vorágine. Abstracción en rojo (1980). Pinturas que aun partiendo de motivos referenciales pierden dicho anclaje en beneficio de la sensación envolvente que la formalización del gesto impone, ocluyendo la narrativa y haciendo emerger una aproximación al expresionismo abstracto de la mano de autores como Franz Kline, Jackson Pollock, Robert Motherwell o el español José Guerrero, al que particularmente Campano —además de otros compañeros de generación— se sentía muy unido.


A finales de 1980, Campano consigue una beca de estudios de la Fundación Juan March que le permite vivir en Paris durante un año. Un periodo que se estira después de la finalización de la beca durante más de una década. Ya por entonces y de la mano del poeta Arthur Rimbaud había iniciado una serie de pinturas que será el inicio de varias cosas. El soneto Vocales, de Rimbaud, es el punto de partida de un modo de trabajar que desde entonces será el habitual en el proceder del artista. Series de obras que van jalonando—en ocasiones solapándose unas a otras—los sucesivos proyectos en los que se detiene su pintura. También es el arranque de una estrategia que entiende la práctica pictórica no solo como un lenguaje plástico o artístico sino como proposición semiótica; es decir, como un texto, como un cuerpo lingüístico con el que declinar la expresión. Se convierte así la pintura en un conjunto de códigos que son susceptibles de ser articulados como elementos—de nuevo la referencia a support-surface—de un discurso que, sin abandonar su misión artística, es proclive a los juegos de lenguaje. Por otra parte la serie Vocales de Campano representa la primera incursión en la cultura francesa, en este caso en su literatura, que desembocará en el posterior acercamiento a autores como Poussin, Delacroix, Cezanne… Y aquí debemos remitir al título de la exposición, ese D´après que le permite volver a revisitar concienzudamente una obra y desde ella partir en las sucesivas intervenciones a la búsqueda de un lenguaje singular.


 Esta etapa es particularmente larga—más de una década—que son los años que, con las salvedades de los viajes esporádicos que realiza, reside en la capital francesa. Y las Vocales de Campano (1979-1981) siguen siendo muy luminosas y gestuales, como las obras precedentes, también de formatos generosos, parten de una estructura formal—en este caso las vocales—para desplegar un repertorio de efectos que pierden dramatismo a cambio de lirismo. Unas pinturas que podríamos hermanar—en cuanto a temperatura de color y a cierta coreografía del gesto—con las que practican por estos años otros autores andaluces como Gerardo Delgado, Ignacio Tovar, Julio Juste, Pablo Sycet, Valentín Albardiaz o Miguel Cossano, entre otros. El siguiente capítulo en la trayectoria de Campano prescinde de la referencia poética y se centra definitivamente en la pictórica. Primero serán piezas concretas las sometidas a juicio, de donde saldrán numerosas versiones que respetando la morfología original darán lugar a esa amalgama de gesto y cromatismo con la que se abordan las incursiones en el bosque de signos plásticos que suponen sus D´après. Uno de los primeros es Delacroix, del que Campano relee y reescribe su célebre Naufragio de Don Juan (1840) en Naufragio (1983), una aproximación que parece más próxima a Gericault que a Delacroix. Pero el autor más revisitado es sin duda Poussin, del que comienza reinterpretando su Bacchanale (1983). En estas obras se vuelve a introducir cierta figuración libre que se explaya sobre el lienzo olvidando su origen para transformarse en un formalismo convulso que casi no distingue entre mancha y trazo.



También es revisitado Cézanne, en especial las vistas de su célebre Montaña Santa Victoria. Aquí Campano se deja llevar por la atracción de la pintura a cielo abierto y comienza practicando al natural. Esto sucede fundamentalmente coincidiendo con sus estancias en Mallorca, lo que dará lugar a la series Montaña y Mistral, ambas de 1982. Pero el maestro de Aix-en-Provence seguirá siendo convocado en el imaginario pictórico de Campano en compañía y como contrapunto a Poussin. De este último la saga más numerosa de obras es la que se centra en el ciclo de las cuatro estaciones. Será la del invierno una de las primeras. Le déluge d´après Poussin (1981-1982), que presta el Centre Pompidou, es un ejercicio de abstracción casi total en el que los elementos que figuran en la obra que sirve de referencia—casi una visión de la muerte en la que el formalismo deja paso a una condición líquida de la pintura—se dirimen entre servir de sustento a la relectura de Campano o diluirse en una solución de gestos. Fogonazos de color y drippings que, como reconoce el propio Campano, se deben a su vez a esa visión fantasmal que el propio Poussin debía tener de su obra —terminal—que torna su condición de negrura a la de un cuadro translúcido. A mediados de los 80 y con motivo de un viaje en el que visita las ruinas del templo de Apolo en Delfos, Campano vuelve a la pintura al natural y a convocar a Cézanne para arribar a la serie Omphalos (1985).


De nuevo en Mallorca esta atracción por la pintura directa se intensifica—con el ascendiente de nuevo de Cézanne y de Juan Gris—y propicia la aparición de dos series subsidiarias en torno a naturalezas muertas (en el estudio) y naturalezas vivas de paisajes (plein air). Volviendo a Poussin y a las visiones que del otoño y el verano hace en su célebre ciclo, ambas le servirán a Campano para abordar sus series respectivas de La Grappa (1985-1986) y Ruth y Booz (1989-1992). La primera con un acento aún figurativo si bien es el cromatismo quien adquiere pleno protagonismo en la articulación de la escena. No se trata ya de una relectura a campo abierto de las pinturas que sirven de referencia sino de un proyecto extenso en número de obras que segmenta y aisla algunos de los motivos para profundizar en múltiples visiones parciales de la escena principal. Estamos hablando de una operación que entiende la pintura como un lenguaje y su objeto final como un discurso, como un texto, se trata por lo tanto de una estrategia deconstructiva que en estas series concretas comienza a nutrirse de lo aportado por las vanguardias. Por otra parte y de manera progresiva la solución figurativa y formal irá despojándose de cualquier tipo de ganga para centrarse en lo primordial, en los signos que configuran el lenguaje de la pintura, en aquello que soporta el andamiaje de la forma, en la geometría. Así en Ruth y Booz se accede a una concisión formal que recuerda los elementos característicos del cubismo e incluso del constructivismo, lo que determina unas composiciones de estricta austeridad.


La década de los años 90 trae consigo cambios considerables en los registros de su pintura. Las progresivas renuncias formales y cromáticas de etapas precedentes le llevan a abordar una serie de obras en negro sobre blanco. Unas piezas en las que resulta posible palpar “cierta mística del despojamiento” en palabras de su autor e incluso potenciales lazos de hermandad con poéticas como las de Elsworth Kelly y el suprematismo de Malévich. Esta serie casi se solapa con la muerte de su amigo el poeta valenciano Eduardo Hervás. Desde un punto de vista formal es básico el contraste entre los dos planos monocromáticos—negro sobre blanco—por otra parte una rémora de la abstracción geométrica del primer tercio del siglo XX, con las experiencias positivo-negativo, vacío-lleno… Una serie que supone abismarse en el despeñadero de la pintura sin temor a la caída, haciendo su autor gala de un arrojo y una seguridad que, como dice Santiago Olmo, no representan inexperiencia ni ingenuidad sino coherencia con los procesos pictóricos de series precedentes y sobe todo espontaneidad y naturalidad, depuración y radicalidad, madurez. No obstante también se observa cómo poco a poco entran en juego otras estrategias como la repetición de las formas y su ritmo, la deriva ornamental—quizás a consecuencia de su viaje a India—y, lo que comenzó siendo un combate de suma rudeza y violencia, va cediendo paso a una obra menos áspera. Prueba de ello es la serie Plegaria (1995-1997), uno de cuyos cuadros seminales nace como consecuencia del tributo que el artista realiza a su progenitor en su óbito.

Especial atención merece la instalación Elías (d´après Daniel Buren) (1996-1999) compuesta de más de tres mil piezas y con las que Campano compone un artefacto pictórico que es capaz de intervenir de manera brutal el espacio destinado a la exhibición de la misma. El elemento vertebrador es un simple punto que se repite en todas las piezas, ya sea en blanco, negro o crudo sobre un rectángulo irregular, también en blanco, negro o crudo, con todas las combinaciones posibles. La pintura deja su papel representativo y se convierte en soporte; mejor dicho, en vehículo con el que modular el espacio tradicionalmente reservado a otras artes como la arquitectura o el diseño. La sombra de Gustavo Torner se hace visible en esta obra, por lo que en principio y en apariencia no aportaba nada —esa etapa de su trayectoria inicial poco conocida—ha resultado ser significativo pues arroja luz sobre obras tan importantes como este Elías, en el que también caben amén del homenaje al abuelo homónimo, todo tipo de “factores lúdicos y conceptuales que tienen mucha relación con la arquitectura y el arte suntuario, el lujo o los palacios del Lejano Oriente” . La alusión a Daniel Buren es natural, otro autor francés, en este caso vinculado al arte conceptual y a las derivas del op-art en su pretensión de adecuarse a diferentes espacios, transformándolos significativamente y desarrollar una sintáctica de la pintura con los mínimos elementos. De hecho desde su primera exhibición pública la pieza ha adoptado diferentes formatos según el espacio de exposición. En este caso en las salas del MNCARS repta por las paredes hasta penetrar en las bóvedas, dibuja sobre el paramento figuras señaléticas, cubre dinteles y jambas de acceso, se deja caer hasta el suelo…


A finales de los años 90 Campano vuelve a recuperar el color. Eso quiere decir que abandona el negro sobre blanco y la tensión del espacio sin asideros. Recupera el trazo como elemento vertebrador de la composición y se sirve de un fondo nuevo que no es fruto de la pintura. No es un espacio ficticio construido mediante pigmento sino una tela estampada—tejido indio de tipo lungui—sobre la que interviene, primero usándola como mero soporte y más tarde plegándola. El trazo deambula serpenteando y construye la trama sinuosa de un laberinto. Son los años en que dedica parte de su producción a su amigo el pintor Luis Claramunt. En el cambio de década y siglo se reencuentra con otro amigo; mejor dicho, con su obra: la Diputación de Granada le involucra en un proyecto expositivo para el Centro José Guerrero en el que se exhibirán de manera conjunta obras de Guerrero y suyas. Campano no lo duda y abre una nueva serie de pinturas en las que relee al maestro del color. Una etapa d´après Guerrero que se centra en La brecha de Víznar (1966) con la que Guerrero evoca el fusilamiento de Federico García Lorca. Los cuadros de Campano adquieren la misma temperatura de color que la pintura de Guerrero, incluso el trazo se reviste de un nervio similar y describen paisajes en los que el dolor se mitiga con la abstracción. Esta breve singladura pictórica deja paso a una última etapa en la que Campano construye una morosa retícula de trazos en los que encaja diferentes ensayos de color con los que progresiva y suavemente se acerca a la cándida persistencia de la luz.

Miguel Ángel Campano. D´après 
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía 
Clausura: 20 de abril 2020 
Comisarios: Manuel Borja-Villel, Beatriz Velázquez y Lidia Mateo Leivas 

Comentarios

Francisco Salido ha dicho que…
Estupendo y esclarecedor artículo . Y un gran y vocacional pintor.
Felicidades Ángel.
Anónimo ha dicho que…
Muchas gracias, Paco. Ya sabes que compartimos predilección por Campano, que no dejaba de darle palos a la pintura, pintando. Abrazo fuerte.
A.L.P.V.