Ars Operandi Videos: Reconversiones. Galería Arte21, 2008




El efecto Schwarzer: cinco ejercicios de crítica institucional
 por Óscar Fernández López

Nuestro objetivo es el acto mismo de producir
un enunciado y no el texto del enunciado.
Emile Benveniste, 1970

Negar que el relato del último arte moderno ha sido dictado desde sus museos, y que éstos han funcionado como instituciones legitimadoras del mismo, es hoy impensable. El caudal principal del discurso sobre el arte de la segunda mitad del siglo XX se ha sancionado en las salas de los grandes museos. Pero el hecho de que instituciones como el MoMA de Nueva York hayan apadrinado, con mayor o menor retraso, los sucesivos virajes de la última modernidad, no implica que se le deban conceder a éstas la exclusiva de lo moderno. Muy al contrario, un repaso rápido por ciertos momentos clave de las últimas décadas nos demostraría que, como ya ocurriera en las vanguardias históricas, los gestos de agitación artística, desencadenantes de intensas fluctuaciones en el discurso estético dominante, siguen ocurriendo también en la periferia de los grandes centros de arte.

Ha de aclararse, en cualquier caso, que hoy no es fácil trazar una frontera entre museos, como espacios legitimadores, y otros espacios de exhibición como las galerías de arte. Por lo que no hablo aquí de periferias como espacios alternativos/disidentes, sino como escenarios simultáneos donde también se produce lo nuevo aunque con menor resonancia, por lo general. De hecho, aún cuando existen diferencias en cuanto a la oficialidad de sus contenidos, ambos forman parte de eso que Georges Dickie, no sin controversia, llamó la Institución arte. Ambos conforman una compleja estructura de saberes y poderes, integrada por la práctica totalidad de agentes y escenarios de lo artístico, que se inventa y legitima a sí misma.

Con todo, quisiera subrayar el hecho indiscutible de que buena parte de la historia del arte moderno ha ocurrido en las galerías de arte. Fue en la Stable Gallery de Nueva York en abril de 1964, donde Arthur Danto descubrió las Brillo Box de Andy Warhol y donde aquél empezó a gestar una de las lecturas hegemónicas del arte actual. Del mismo modo, fue en la también neoyorquina Reuben Gallery y en las parisinas Galerie 1900-2000, Galerie Du Genie y Galerie de Poche, donde emergieron los Happenings y el movimiento Fluxus. Y, por contextualizar en el Estado español, la implantación de los nuevos comportamientos artísticos y su posterior derrocamiento por la emergencia de la pintura neofigurativa se localizó respectivamente en galerías de arte como Buades y Juana Mordó, durante la década de 1970.

Es, pues, obvio que esta doble condición de la galería de arte define su estatuto semi-autónomo actual. Aparece, por un lado, entroncada con la tradición experimental del galerismo más comprometido, y por otro, absolutamente inscrita en el ámbito de la industria cultural y de los bienes de inversión. Intermedia con el consumidor/inversor de arte, ya sea en su sede fija o en los stands de las ferias, y con el artista. Se muestra, en suma, como un escenario difuso que ha perdido el rol asignado por el modelo de la alta modernidad, pero donde siguen produciéndose ejercicios de investigación, ya no formal, sino sobre la propia naturaleza del cambio que la institución arte experimenta. Porque las estrategias del arte posterior a las vanguardias ya no se construyen en torno a la autoría o la originalidad, al acto creativo en definitiva, sino al entramado de relaciones sociales y simbólicas que se establecen en el seno de la propia institución. Institución considerada aquí, siguiendo al Douglas Crimp de On the Museum´s Ruins, no como un mero contenedor sino como un complejo sistema discursivo.

De alguna manera, es como si Rosa Schwarzer, la vigilante suicida del museo de Düsseldorf inventada por Enrique Vila-Matas, fuera ahora más protagonista que las obras expuestas en el museo. Thomas Bernhard así lo debió entender también cuando inventó un personaje como Reger, a quien lo que más interesa del Kunsthistorisches Museum es el banco de su sala Bordone, a donde va a leer desde hace más de treinta años. Son las condiciones ideales de luminosidad y temperatura de la sala, además de la singular relación que ha establecido con el vigilante de la misma, las que le llevan al museo. Nunca las obras de Tintoretto o del propio Bordone allí expuestas, que jamás han despertado el más mínimo interés en él.

La galería de arte es, desde hace tres décadas, un dispositivo de condensación de todos estos procesos. Y el arte que se produce desde/en/para ella partiendo de una voluntad de crítica institucional aparece estrechamente anudado a ellos. Como resultado, emergen aquí una serie de redefiniciones de lo artístico, basadas en un principio de cuestionamiento de su contexto, que someten al resto de condiciones de producción y presentación del arte. La temporalidad, que según Crimp ha sustituido la producción de obras de arte por la de “momentos” de arte; la desmaterialización del objeto artístico, históricamente vinculada a una crítica de la mercancía; el carácter abierto y participativo de las nuevas propuestas, y el sentido tautológico de buena parte de sus contenidos, podrían ser algunas singularidades de este tipo de manifestaciones.

Tete Álvarez, Retrato de artista trabajando

Para su participación en el proyecto Reconversiones Tete Álvarez ha elaborado un dispositivo de representación que funciona por capas superpuestas. Capas que entran y salen de la pieza a su contexto, sin discontinuidad, hasta crear una especie de problemático objeto artístico. Tal objeto, al que uno cada vez se siente más tentado de definir como enunciado artístico, evidencia una certeza: la circunstancia social y económica que sostiene al campo artístico es indivisible de él y, de un modo u otro, se trasluce en la estructura misma de sus obras.

Al mismo tiempo, la intervención rebasa el linde del arte social para investigar otros registros como pueda ser el de la mediación tecnológica. El uso de la videoproyección como nexo articulador de la pieza marca, de hecho, el propio estatuto de la misma. E implica, en su desarrollo, un análisis más amplio de todo el espectro de convenciones desde el que nos aproximamos al proceso creativo.

En primer lugar, habría de señalarse cómo esta tecnología habilita un singular manejo de distintas temporalidades en la producción de la pieza, que, sin embargo, se perciben de forma sincrónica cuando el espectador se enfrenta a la misma. De igual modo, esta táctica afecta a la dimensión espacial del proyecto. La simultaneidad de tiempos distintos convive, entonces, con un efecto opuesto de multiplicación. Pues el mismo lugar, sometido a diferentes intervenciones y registrado por medios también distintos, se convierte en varios.

Cristina Cañamero, ¿Esta muerta el arte, también en la galería?

Algo ambiguo, lo de la muerte del arte. Belting, desde Alemania, y Danto, desde Estados Unidos, han propagado hace un par de décadas el último resurgir de este afán de derribo que es inherente al propio devenir del arte de vanguardia. Pero por qué se mantiene. Y, lo que es más inquietante, a qué responden su carácter crónico y la facilidad con que se ha instalado en el sistema del arte. Muchas veces se ha explicado por una mala conciencia de clase del artista, ejemplificada de modo demoledor por Hugo Ball: “Si es verdad que la lengua nos convierte en reyes de nuestra nación, entonces nosotros, los poetas y pensadores, somos sin duda los culpables de este baño de sangre y los que tenemos que expiarlo”. Pero en circunstancias menos extremas que el estallido de la I Guerra Mundial, el momento en que Ball escribe estas palabras, también ha estado presente este leit motiv.

Cabría preguntar, pues, a Cristina Cañamero cuál es el síntoma que su herida pretende significar. Y cómo de profundo es ese roto que ha pintado en el muro de la galería arte 21. Pero no hay duda de que a través de este moderno trampantojo se percibe una reflexión sobre las circunstancias ambientales del arte que, lejos de penetrar en la estructura misma del edificio –como hace la grieta de Doris Salcedo en la Tate Modern-, pretende operar en el territorio de lo simbólico.

No otra cosa que una humanización de la galería de arte es este trabajo. Una demostración de que algo vivo late tras el gélido cubo blanco. Una prueba de que este ánima de lo artístico, en cuyo seno nos batimos todos el cobre, no se libra de recibir un golpe de vez en cuando. Otra cosa es ver si este simulacro de herida, inflingida y sanada una y mil veces, tenga otra pretensión que alimentar a esas moscas que acuden fielmente a la cita de la sangre.

Nieves Galiot, Sin título

La obra de Nieves Galiot siempre ha constituido una invitación abierta. Invitación a un encuentro incierto con la pieza del que ha de resultar, no hay otra manera, la versión definitiva de la misma. Y, aunque ya hace décadas sabemos que lo artístico siempre funciona así, son pocos los ejemplos tan netos de esta evidencia. Tal vez, en la distancia, una pionera del arte como interfaz sea la artista brasileña Lygia Clark, cuya obra alcanzó tales niveles de permeabilidad con el espectador que lo convirtió en su principal agente. Provocadoras de una interacción lúdica y terapéutica, entablada a partir del encuentro cuerpo a cuerpo, sus piezas ponían en juego ciertos mecanismos que traspasaban con mucho la pátina inocente de su invitación. Y es que pocas cosas hay más serias que el juego.

La propuesta de Galiot para Reconversiones, consistente en un dibujo mural inacabado que el espectador puede completar siguiendo la técnica de unir los puntos, posee muchas de estas claves. Entre estas claves compartidas se podrían citar el revestirse de un aire desafectado, el convertir el género en un eco constante que aflora firme pero sin ensombrecer otras lecturas y el deshacerse definitivamente de las constricciones del objeto de arte para crear una situación artística de límites, hasta cierto punto, indefinidos.

Son la manera en que la obra se relaciona con el espacio de la galería, así como el progresivo margen de acción otorgado a quienes la intervienen, las ideas caudales que ronda la propuesta de Galiot. Y es que en ninguna de las anteriores aproximaciones de la artista al ámbito de la instalación, entre ellas Sit tibi terra levis, que fue presentada en SCARPIA 07, se vislumbraba, como ahora, la atención a los rigores que este género impone.

José María García Parody, Estamos todos vendidos

“No soy un poeta y considero la comunicación oral como una escultura”, afirmaba el artista conceptual americano Ian Wilson en los años setenta, justo en el momento en que finalizó el proceso de desarme de la autonomía disciplinar que había acompañado a lo moderno desde su origen. Este proceso de demolición sistemática ha dado como resultado una serie de nuevas gramáticas artísticas basadas en la naturaleza ambivalente de sus componentes. Lo que, a su vez, parece haber transformado la sustancia misma de la artisticidad, que ya no ambiciona la unidad del significado y apuesta, en su lugar, por el manejo controlado de sus múltiples sentidos posibles.

Los famosos juegos de lenguaje wittgensteinianos asaltan, en este escenario, las artes visuales y dan acomodo, en artistas como José María García Parody, a una escritura crítica no sólo con el propio sistema de signos que maneja sino con el escenario donde éstos son puestos en circulación. En Estamos todos vendidos, este superponerse de los códigos de escritura y de los marcos de lectura se condensa en una intervención sobre el muro cuya aparente inmediatez no es sino otra de las estrategias del juego. También en esto la familiaridad respecto de ciertos conceptualismos poéticos de los setenta, siguiendo a Pilar Parcerisas, es apreciable.

Como en aquellos años, en los que nace también la crítica institucional, el artista renuncia a la asimilación del arte con la mera creación de conciencia. O, lo que es lo mismo, a esa dimensión funcional del arte crítico, que también lo acompaña desde la revolución de 1917, y demanda de él un abandono de su especificidad artística, transformándose en uno más de los medios transmisores de información/ideología. Lejos de estos supuestos, la intervención de Parody no sólo no niega la dimensión estética de su trabajo ni la especificidad del contexto institucional donde se presenta, sino que los incorpora como elementos estructurales del mismo.

Ángel García Roldan, Babel 21

A finales de la década de 1960, artistas como Jan Dibbets o Rick Barthelme, en respuesta a los pasos que el Minimal Art había dado años antes, convirtieron el espacio de la galería de arte en objeto de sus investigaciones plásticas. Nuevas interpretaciones de procesos tradicionales, principalmente pintura y escultura, emergían en el seno de una lógica expansiva de las prácticas artísticas que en muy pocas ocasiones clamaba por la abolición de las mismas. Parafraseando a Lucy Lippard, quien al hablar de estos artistas afirma que no importaba el que su obra poseyera más o menos materia sino el cómo se usaba esa materia, podemos reconocer igualmente que no se trataba tanto de qué nivel de negación de lo pictórico o escultórico hubiera en ellas sino de las nuevas interpretaciones que de éstos se hacían.

En este impasse histórico, que situaríamos entre las instalaciones de luz de Dan Falvin y las topografías de la galería de arte de Dibbets, podría situarse la referencia histórica que inspira el proyecto de Ángel García Roldan para Reconversiones. Su uso minimalista de la luz y la cuadrícula, que a primera vista parece reinventar el espacio dado, acaba construyendo un mapa sentimental del lugar que Dibbets sin duda firmaría. Curioso giro cuando la luz negra, que debía imaginar un nuevo sitio y generar un escenario virtual, desvela al ojo las heridas pasadas de la galería, los resanados de sus paredes; su superficie imperfecta.

Ni que decir tiene que este suceso inspiraría multitud de sobreinterpretaciones. Nietzsche y su teoría del eterno retorno no podría faltar entre ellas. Sin embargo, no abandonar la galería y recuperar esa crítica institucional que parece vertebrar de un modo indirecto todos los proyectos de Reconversiones ayudaría a leer la intervención Babel 21. Porque, finalmente, esta intervención funciona como catalizador de una serie de problemáticas del arte y su contexto de exhibición que trascienden la propia configuración física de la pieza.

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